lunes, 12 de noviembre de 2007

Las horas de Ana (2)



Nota: Cuando estudiaba en la Facultad de Informática participé en la revista que hacíamos los alumnos y que se llamaba Coleópteros y Otros virus. Colaboré en muchas cosas, incluso en dar vida a algún personaje con el que me atreví a hacer opinión desde otro punto de vista. Ana del Berro fue el último de los seudónimos. El segundo artículo de un personaje nuevo siempre resulta complicado, pues afianza o derrumba el universo que se va describiendo. El artículo que hoy recojo en este blog fue escrito en febrero de 1995 y publicado en el número 20 de dicha revista.

Bohemio
Bohemio
Tirito de frío por la calle; las manos en los bolsillos y el pelo largo cruzándome la cara; yo sin fuerzas para quitármelo de los ojos y recogérmelo para que el viento no juegue con él. Tiemblo, mientras levanto los ojos hacia el cielo para ver el sol que no me cobija Debe ser la fiebre, así que entro en un bar para pedir un café, a ser posible con una aspirina y unas gotas de coñac. Cierro los ojos y empiezo a delirar. Deliro, como casi siempre, unos versos de Antonio Colinas y otros de Blas de Otero; luego, dos minutos después, pienso en él, moreno-ojos-verdes, que me los leyó -una noche sí, una noche no- dentro de la cama.

Hace casi tres meses coincidimos en el autobús a León. Estaba muy cambiado, yo también -me dijo-. Nos sentamos juntos y durante las cuatro horas y media de viaje charlamos de vez en cuando. El me contó vaguedades de su vida, anécdotas inútiles para llenar un silencio molesto; pero ni un solo verso. Es así, por pequeños detalles, como nos vamos dando cuenta de dónde se quedó nuestro «amor».

Él, ahora, lleva una americana sobre una camisa de rayas y un pantalón de vestir color verde oscuro. En su cara, perfectamente rasurada, ya no destaca su mirada de miope, pues ahora lleva unas lentillas. Así, a bocajarro, le disparo:

-¿Dónde has dejado tus vaqueros raídos, o tu perilla?

No sabe contestar, se masca las palabras buscando una disculpa. Me toca pues tomar la iniciativa y contar cómo me va la clase de yoga, lo hermoso que es el budismo y, aunque sigo loca por la música de Pink Floid, últimamente escucho mucho Los Protones, es que suenan muy bien con ese ritmillo británico y además PP tiene muy buena voz. Sigo hablando sola un rato y luego decido mirar por la ventana el paisaje de siempre.

Pienso en cómo pasan las horas, los días, las semanas, los meses, los años... y como perdemos las ilusiones. Vamos cambiando, él ya no lleva perilla ni recita versos. Vuelvo lentamente el rostro, le miro a los ojos y disparo, por segunda vez:

-¿Ya no escribes?

Le cuesta decir que no, que ni siquiera cartas. Me va dando pena, así que no sigo disparando. En dos años ha enterrado su juventud y ahora se viste un uniforme de madurez conformista, seguramente aún seguirá votando a los socialistas, pero simplemente por nostalgia. Toda su rebeldía duerme encerrada en un armario, bajo siete llaves, y él sin tiempo para pensar, ni para leer una historia ajena, ni para dejar unas letras impresas en una esquina de un folio, ni para tener una ilusión, ni... Es triste ver cambiar a un muchacho hacia un hombre. Triste.

Seguramente ahora dormirá inquieto por las noches, le apesadumbrará la idea del futuro y ya no buscará posturas o proposiciones nuevas con quien sea ahora su amante. Pero es más triste saber que yo voy por el mismo camino. Él es un espejo en el que miro el pasar de mis años, mi espeso envejecimiento. No hay dolor mayor sinó perder la inocencia de la juventud. Así pues vamos dejando de hablar. Cuando el autobús entra en la estación de León nos vamos despidiendo. Con las maletas en la mano él me dice:

-Llámame alguna tarde y nos tomamos un café.

Cierro los ojos; me llevo la aspirina a la boca, siento en el aire el vaho caliente del café y respiro un suave olor a coñac. Luego abro los ojos.

Ana del Berro

martes, 6 de noviembre de 2007

Las horas de Ana (1)



Nota: Cuando estudiaba en la Facultad de Informática participé en la revista que hacíamos los alumnos y que se llamaba Coleópteros y Otros virus. Colaboré en muchas cosas, incluso en dar vida a algún personaje con el que me atreví a hacer opinión desde otro punto de vista. Ana del Berro fue el último de los seudónimos. Es una evolución de Ly y de Basi Vos, y sin duda de los tres es la que resulta más madura. El artículo que hoy recojo en este blog fue escrito en noviembre de 1994 y publicado en el número 19 de dicha revista.

Cerebro republicano
Cerebro republicano
Cuando me ofrecieron esta columna -un jueves en un concierto de Ilegales- sólo pensaba en escandalizar -por qué sino me habían ofrecido este «dichoso» espacio-; pero tras charlar con Basi Vos una noche oscura, dentro de un trance romántico -entrada en una dulce sesión de espiritismo azul- con Lola, Mari Luz y Bárbara, lo he pensado mejor. Basi Vos dice que una palabra escrita no es más que un punto de referencia o bien para el recuerdo o bien para la reflexión. A mi, como ya saben los que me conocen, eso de la añoranza siempre me ha producido destemplanza y unos ligeros retortijones.

A la mañana siguiente -era lunes y tenía clase de yoga- dejé volar mis manos alrededor del aire para poder suspirar el principio. Mil gorriones, que despegaron sus leves alas y aletearon suspiros, se fueron persiguiendo el mío -una continuación que atravesó por el pequeño espacio que me permite descubrir mi ventana-. No lloverá, creo que dije.

¿Quién me vende un pensamiento?, pregunté el lunes en la clase de yoga. Fue así como descubrí que los buenos pensamientos, tal como los buenos consejos, no se compran, sino que te los regala una buena amiga cuando menos te lo esperas. Fue así, el lunes en la clase de yoga, como descubrí, por puro azar, que Carlos se inyectaba heroína, o que Eva se había comprado un libro titulado Teoría de Compiladores. Pero nadie me vendió una utopía y me gasté más de mil duros. Deduzco que hoy pasaré hambre, aunque tal vez me prostituya ¿Veis como soy una persona amoral, casi sin estudios y discapacitada para la constancia?

Han pasado tres párrafos -dos días midiendo el tiempo en otras unidades- y no tengo aún un mal pensamiento que llevaros a la boca del alma Así pues, me retoma la idea de Carlos encerrado dentro del lavabo mugriento de cualquier tugurio. Una jeringuilla en la mano preparada para lastimar una vena -la de siempre-, una sonrisa en sus labios -marchitos para siempre- y diciendo tonterías sobre un mundo que no es culpable de nada. Tampoco son culpables las horas de tedio. Eva encierra su soledad de otra forma, pero tiene menos que contar incluso: siguiendo -desde sus gafas y hora tras hora- el dibujo de unas letras en un libro titulado Teoría de Compiladores, mientras afuera mil gorriones -ellos son los únicos que me entienden completamente- persiguen un suspiro.

No hay caminos que seguir, no hay respuestas, no hay sentido, ni mundo siquiera; sólo ríos de ideas que vienen y van -que vienen del mar y van a morir al mar- con el propósito de ahogamos en sus aguas. Así, veo que es triste huir sin el propósito de inventar nada -nadar corriente abajo para sobrevivir-. Triste, también, es huir –otro huir-, para, simplemente, no estar. Más triste aún, si cabe, es despertar para no inventar nada. Tener las venas -o los ojos- picados y el alma ruin -o vacía- y muerta para no inventar nada; y pasar las horas sin retenerlas.

Luego estoy yo -sola y perdida como diría mi madre-, tal vez equivocada, matando las horas de mi silencio con una colección de palabras robadas a un suspiro.

Ana del Berro

sábado, 3 de noviembre de 2007

Ana del Berro vista por Ly



Nota: En el Coleópteros y Otros Virus (la revista de la Facultad de Informática), me creé varios seudónimos. Había una cierta paranoia, e incluso probaba que unos describieran a los otros. Me gustaba jugar con ellos. Hoy recupero para este blog la descripción que hizo Ly de Ana del Berro.

Ana del Berro
Ana del Berro
Al salir de la cárcel decido buscar trabajo, pero resulta imposible, todas las puertas a las que llamo me son cerradas con contundencia y hasta cierto desprecio, puedo decir sin mentir. Todo el mundo huye del expresidiario. La confianza –por muy país de católicos que seamos- se pierde para siempre, sin posibilidad de restituirse. Vago por calles y portales. Exploto mi mal aspecto. Extiendo la mano para que una moneda regalada me permita desayunar. En el calor del bar, «encuentro» un móvil y a mi cabeza sólo viene un número: el de Ana del Berro. Me contesta con el primer tono de señal. Su voz sigue siendo la misma, llena de matices dulces, pero sus palabras han cambiado, envejecidas. No tratan de romper el mundo, ni de descolocar, provocar, o descubrir; tampoco de modelar, de hacernos mejor a todos. Le digo que soy yo, que la vida me está resultado muy difícil y que necesito su ayuda. Me habla de dinero, dice que siempre puede «rascar» algo porque no le va mal del todo, pero que tiene que ser sin que su marido se entere. No es eso, le respondo, quiero sentirme una persona humana. Contesta que ahora no tiene tiempo para mis chorradas. Oigo una voz joven que le llama mamá. Presiento que con la palma de la mano sobre el auricular, para que yo no la escuche, le pide a la niña paciencia. Luego vuelve conmigo: «Miro a ver que puedo hacer y te llamo. Me ha alegrado mucho haber vuelto a hablar contigo después de tanto tiempo, aunque me apene la situación en la que estás. Ahora no puedo seguir hablando. Te llamo Ly. Te lo prometo». Colgué el teléfono sin despedirme, sabiendo que aquella era la última vez que escucharía su voz.

Ly