lunes, 27 de junio de 2011

StradivariaS, tomarse la música con humor

Un espectáculo musical diferente que explora, combina y fusiona


Viernes 24 de junio de 2011. Teatro Alfil. Madrid

Cartel de la obra de teatro StradivariaS
Cartel de la obra de teatro StradivariaS
Triunfar haciendo música es difícil y más aún si la parcela elegida cae dentro del terreno de lo clásico. Formar parte de una gran orquesta sinfónica parece convertirse entonces en la meta que se ve al final de horizonte, el sueño único. También hay pequeñas formaciones tríos, cuartetos, quintetos... donde desarrollan su talento algunos de los más virtuosos y que con mucho tiempo y gran trabajo pueden llegar a lograr un cierto reconocimiento entre un pequeño y selecto público. Colaborar en grabaciones de otros artistas, por supuesto. Y si se puede, dar clases en un conservatorio. Un mundo reducido para quien ama la música, para quien decide explorar más allá de límites y convencionalismos.

StradivariaS tiene algo que ver con esto, pero supone sobre lo dicho una superación, una novedad, un espectáculo musical diferente, algo inesperado. Se trata de un cuarteto de cuerda formado por Irene Rouco (violonchelo), Lila Horovitz (contrabajo), Maite Olmedilla (viola) y Ana Hernández (violín). Todas ellas mujeres y divas capaces de hacer un recital con un repertorio que fusiona la música clásica con la popular. Ellas son cuatro maestras del «cóctel» que mezclan en escena, en la misma copa, lo más clásico con tango, soul, jazz, blues, pop y hasta copla. Pero lo más maravilloso, lo sorprendente, es que la música no la interpretan al uso, sentadas con sus instrumentos y concentradas en la partitura, sino que la combinan con la pantomima en una genial comedia musical. Las cuatro divas virtuosas que hacen música y que a la vez son actrices que conviven y luchan sobre un escenario, llenas de celos, de sensualidad, de deseo y de tan mala leche como buen humor.

Entretener es el secreto del éxito. Parece algo sencillo, pero detrás hay demasiadas horas dedicadas a que cada sketch funcione a la perfección. Interpretar con el gesto preciso otra historia paralela a lo que suena en sus instrumentos y fundir ambas haciendo que converjan, que dibujen una sonrisa dulce en la boca del espectador. Hacer divertida la música con la pequeña magia que supone el teatro con la que se envuelve. Lo musical podría ser una excusa, pero en el fondo es la materia principal con la que se ha construido el espectáculo, la que hace que todo sea maravilloso. Sin duda es el talento de las chicas de StradivariaS lo que hace al público sentirse a gusto y le dan el toque redondo a la representación.

Ana Hernández, Irene Rouco, Maite Olmedilla y Lila Horovitz en una escena de la obra StradivariaS
Ana Hernández, Irene Rouco, Maite Olmedilla y Lila Horovitz en una escena de la obra StradivariaS
Schubert, Beethoven y Mozart suenan milimétricos, pero dentro de ellos se cuela, entre sus silencios, otro tipo de arte. Lo mismo con Piazzolla y su tango. Una nota alargada, un orgasmo al ritmo de la música, el éxtasis alcanzado, las rencillas que explotan porque hay quien insinúa que el público la quiere más a ella que a las otras, envidias de artistas y un montón de imprevistos que nos cambian el contexto alterando cualquier orden establecido. Y fusión, mucha fusión en lo que tocan.

Comparten el escenario las cuatro en muchos de los números, cada una en su sitio, con sus diferencias para que el espectador sienta lo individual encauzado dentro de lo colectivo, el todo hecho de partes. Son buenos números, donde el empuje de cada una de ellas suma porque tienen especialidades distintas que todas ponen en común para que el número crezca. También funciona lo individual, y todas tienen su momento reservado donde brillan en solitario, digamos que haciendo su «solo». Así van añadiendo variedad y una espontaneidad que enriquece aún más la actuación.

Además de tocar, también cantan y soplan y silban para acompañar el repertorio, para sorprender con algo novedoso siempre. Se agradece esa inquietud que han tomado como camino. Tienen buenas voces como demuestra Maite Olmedilla interpretando Bésame mucho, voces casi negras que tiñen de soul algunos de los temas. Una hermosa sorpresa es la que ofrece Irene Rouco en la pieza que interpreta con las manos y su silbido. Igual que el trabajo de Lila Horovitz con El día que me quieras. La copla no se libra, con Campanera se luce Ana Hernández, en uno de los números más divertidos e ingeniosos.

Interpretan la música, e interpretan sus personajes dentro del cuarteto. Profundizan en lo gestual, lo descarado. Juegan con la sensualidad tanto como la torpeza. Son fieras en celo, competitivas y a punto de explotar. Mujeres con determinación, llenas de talento, cargadas de coraje y, sobre todo, con una capacidad infinita para contagiar su bendita locura al patio de butacas al que hacen partícipe y con el que incluso juegan en varias ocasiones. Tal vez el escenario se les queda pequeño. Las risas no cesan durante el recital que, a pesar de que el reloj diga otra cosa, se hace muy corto.

Pero tras los aplausos, cuando uno cree que lo ha visto todo, llega lo mejor: los bises se abren interpretando, con un contrabajo y ocho manos sobre él, un tema de Police, Every breath you take. Algo impresionante que demuestra dos cosas: compenetración y buen gusto. Es un broche precioso para cualquier noche.

De StradivariaS puedo decir que es un espectáculo diferente que me ha encantado.

A modo de pequeño anecdotario: StradivariaS participó en la EXPO SHANGAI 2010 celebrada en China. Allí, dentro del Pabellón España, se las pudo ver, desde el 11 de julio al 9 de agosto, realizando dos actuaciones diarias del espectáculo.

sábado, 25 de junio de 2011

El cavernícola, las diferencias entre las «recolectoras» y los «cazadores»

Nancho Novo da vida a un hombre que no reniega de sus orígenes


Miércoles 22 de junio de 2011. Teatro Fígaro. Madrid


Cartel de la obra El cavernícola
Cartel de la obra El cavernícola
A veces uno se hace el remolón, le da pereza ver cierto tipo de obras y los monólogos humorísticos le crean dudas a priori. Esto viene porque no terminaba de decidirme a ir a ver El cavernícola, y eso que Nancho Novo es uno de los actores que más me gustan. He esperado hasta el final de la segunda temporada, casi in extremis, para ir a verla. Mis temores se cayeron en los primeros minutos. Me divertí y también escuché un montón de argumentos que sirven en cierta manera para explicar algunas diferencias entre los universos masculino y femenino, una distancia que parece venir de muy lejos.

La obra juega con los tópicos, pero tiene mucha psicología que le permite profundizar un nivel más y no quedarse en la superficie. Juega con situaciones que todos hemos vivido y nos ofrece la posibilidad de cambiar de perspectiva, verlas con mirada cómplice y sin rencores desde el otro lado. En realidad no hay equidad, se parte desde una bandera blanca en la trinchera de los hombres -un símbolo que permite el acercamiento entre «enemigos», que rompe las distancias-. Triunfa el enfoque femenino como escala de medida, una visión a la que se atribuye mayor emotividad, complejidad, inteligencia, afectividad y sociabilidad. Así lo va contando un hombre parlanchín, directo y dicharachero, que sabe ver los aciertos y reconocer los errores, alguien que se gana el respeto de ellas y la admiración de ellos. A Nancho Novo, a su personaje en realidad, le toca defender la especie masculina, o más bien explicarla describiendo los sentimientos que hay ocultos tras su parquedad, desgranando lo instintivo, lo primitivo. Su monólogo va creando a ritmo pausado un punto de confluencia desconocido, un lugar de entendimiento extraño, de compresión que no tiene sexo. Un empate en el último minuto que se pacta como armisticio.

Ellas son «recolectoras», se fijan en los detalles y han nacido para cooperar. Ése es el prisma desde el que miran al mundo para entenderlo. Ellos son «cazadores», se marcan un objetivo y hacia él se dirigen sin pestañear. Lo suyo es negociar, pero la verdad es que no lo hacen nada bien, tal vez porque son incapaces de recolectar suficiente información, de imaginar lo que falta o porque se conforman con estar, con un gesto, un bufido, una broma, una colleja, un apelativo «cariñoso», con una conversación de silencios, con asentir.

Los hombres no explicitan sus sentimientos, no tienen costumbre, no han aprendido a hacerlo. No saben de carreteras secundarias que les lleven al objetivo. La punta de su lanza es su guía infalible, la que al final de la jornada habrá conseguido la presa y le permitirá ver la tele como descanso. Dejar pasar frente a ella el tiempo, sin pensar, sin distracciones. Una aspiración sencilla que permite cargar las pilas, que no se agoten, para otra nueva jornada.

Nancho Novo en una escena de El cavernícola
Nancho Novo en una escena de El cavernícola
El cavernícola está cargada de tolerancia, empatía y raíces, pero sobre todo de buen rollo y de sanas intenciones. No se asienta sobre una cátedra, pero enseña con el método de los buenos maestros, haciendo amena la lección, contando ejemplos con los que tragar la teoría más dura. Así Nancho Novo va desgranando un monólogo que controla de principio a fin. Con su presencia llena todo el escenario aunque esté sólo en él durante más de hora y media; ayudándose con un decorado sencillo que incluye un sillón de piedra, una televisión de piedra, dos grandes murales rupestres (sobre piedra) y algo de atrezzo: una lanza, una toalla, una almohada, calzoncillos de ritual... No necesita más. Excelente interpretación la suya, tanto en lo serio como en las caricaturas.

La obra funciona muy bien, pues sabe arroparse con buenas estrategias. La primera creando un lugar común, una broma propia de la función a la que se regresa varias veces y que permite componer una cierta complicidad con el público. La segunda de ellas es utilizar la personalización, las historias se hacen más directas cuando se habla en primera persona, y aquí Nancho Novo se sale: su vida se mezcla con la del cavernícola al enlazar el texto con sus propias experiencias. Gran acierto es el personaje de Iria que le permite personificar también la relación, convertir una mujer teórica en una persona humana de la que incluso hemos visto unas imágenes al principio.

Y la última, la más sorprendente para un hombre, la que deja boquiabiertos a los espectadores masculinos, hacer gala de un don divino que le permite adivinar en vivo y en directo las respuestas de las mujeres. Algo que pensábamos imposible para toda la especie y que en el fondo es el artilugio que permite el acercamiento y la comprensión entre los dos sexos, pues prueba lo que parecía imposible. En el fondo basta un poco de interés y deseo de ponernos en la piel del otro.

Me reí. Recibí un nuevo argumentario. Y lo mejor de todo, que me fui con la idea de haber entendido el mensaje.

A modo de pequeño anecdotario: El nombre completo de Nancho Novo ya puede sonar de por sí como una curiosidad: Venancio Manuel Jesús Novo Cid-Fuentes. Estudió medicina en Santiago de Compostela, pero después de cinco años en la carrera se fue a Madrid para incorporarse a la Escuela de Arte Dramático y Danza. Además de su faceta de actor tiene un grupo de rock llamado Nancho Novo y Los castigados sin postre en el que es compositor, cantante y guitarrista.

La obra también tiene sus curiosidades. Escrita por Rob Becker, se estrenó en San Francisco el año 1991 con el título de Defendiendo al cavernícola. Tardó tres años en terminar de escribirla, tiempo que empleó su autor en documentarse sobre antropología, prehistoria, psicología y mitología. Se trata del monólogo que durante más tiempo se ha representado en Broadway. Un éxito que ha cruzado fronteras, en Islandia el 75% de la población ha visto la obra.

jueves, 23 de junio de 2011

Humor, experimentación y regreso a la infancia

Muchos aplausos en una noche veraniega de estrenos de la PNR


Martes 21 de junio de 2011. Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes. Madrid

Cartel del cortometraje Rött Hår | Svart
Cartel del cortometraje Rött Hår | Svart
La Plataforma de Nuevos Realizadores presentó su última noche de estreno antes del festival que celebrarán en el mes de septiembre. Amanda Guadamillas, presentadora oficial de estas noches de estrenos, tenía un papel un tanto más complicado que otros días, pues también participaba como actriz en uno de los cortometrajes que se proyectaban. La mesa que se abre tras finalizar las proyecciones y en la que intervienen los directores, anoche se hizo más familiar, como entre amigos, pues Amanda desveló las relaciones y coincidencia que se compartían entre los equipos técnicos y artísticos de los cinco cortos estrenados. Noche de sinergias que sin duda se concretarán en nuevas participaciones de unos con otros, en un cine con deseo de crecer.

El primero de los cortometrajes presentado fue Paseo Nocturno de Marcos Chanca. Se trata de una pieza muy breve, de dos minutos, para explotar una idea sencilla. Habla de los miedos de una mujer al cruzar un parque, de la diversión de un hombre en tensar una cuerda. No sé si quiere reírse de los miedos o hacer una burla de quienes los sienten. Si no comparto el acierto del guion, sí que encuentro interesante algo de su rodaje. Las tomas se realizaron de noche, y para ello se aprovechó la luz de las farolas, así que los planos van pensados para que las acciones, lo que transcurre en cada uno de ellos, ocurriera bajo cada una de las farolas del camino. Tiene mérito encontrar los planos adecuados para cada farola. Comenta su director que aunque el guion estaba bastante cerrado probó una noche en el escenario natural con los actores para ver qué funcionaba y que no y tomó en cuenta lo que éstos le sugirieron.

Alfonso Díaz y Luis Ángel Pérez presentaron Rött Hår|Svart (Pelirrojo|Negro) una historia divertida, inquietante y genial, con mucho humor, pero que también sabe dejar poso. En escasos tres minutos los dos directores desarrollan una inteligente narración en la que también destaca una gran interpretación de su protagonista Daniel Pérez Prada. Rött Hår|Svart funciona estupendamente como una metáfora sobre la identidad de una persona. Un corto ingenioso, ocurrente, sorpresivo y de mucha calidad que dará que hablar y tendrá un gran recorrido. Alfonso Díaz describe la historia como un corto falso documental sueco sobre un pelirrojo negro. Hay que irse lejos para salirse de los tópicos del cine. Su intención fue siempre trabajar sobre un conflicto: la capacidad de identificación de una persona cuando unas pruebas dicen que su raza es otra diferente a la que ha venido ejerciendo durante años, tener que amoldarse a una vida nueva de golpe. Cuenta Luis Ángel Pérez que trataban de hacer algo entretenido, que querían jugar con el lenguaje, sobre esa línea que lo que es verdad, de lo que es mentira, pero haciéndolo con humor y bonito. Para la voz en off que narra el falso documental pusieron anuncios y encontraron a Ingrid García Jonnson, de padre sevillano y madre sueca. Grabándola encontraron algo especial, supieron que tenían corto, que aquellas ideas alocadas se podían asentar en una buena historia. Con los actores trabajaron especialmente en marcar la línea de realidad y poco más, pues son profesionales y saben cuál es su trabajo.

Cartel del cortometraje Ensayo de actores
Cartel del cortometraje Ensayo de actores
Imago 313 de Alf Moraleja y Villarino VJ es una pieza experimental sobre la evolución del homo sapiens hacia el homo audiovisualis, una reflexión propia y personal de Alf Moraleja que se hace difícil de clasificar. Se trata de una apuesta estética, jugando con la proyección de imágenes sobre una pared y sobre el cuerpo desnudo de una mujer. Somos una cultura en la que nos vamos constuyendo a través de lo que vemos. En Imago 313, por un lado las imágenes repasan el reciente siglo XX, deteniéndose en grandes hitos de la historia militar, violenta y de conquista. Por el otro extremo juguetea a enseñar sobre la piel los procesos que se producen en el interior del organismo. El cine experimental basa buena parte de su sentido en las sensaciones, en los contrastes, en lo estético. ¿Qué transmite? Reconozco haberme quedado con dos impresiones. Tras las primeras imágenes sentí lo frágil del ser humano ante el peso de la historia, me ví amenazado con repetir un pasado idiota. Luego me llegó la angustia de quitarse uno mismo sus propias escamas, esas que se han pegado a la piel y nos estorban pues nos hacen ser otros distintos. Alf Moraleja explicó que Imago 313 es algo que tenía en la cabeza y que en una historia de ficción no podía haber contado. Sobre el trabajo con Anabel Mira, aunque no fuera una actriz profesional, explica que resultó fluido, espontáneo y natural. A ella no le supuso ningún problema el hecho de estar desnuda.

Jesús Monroy presentó Ensayo de Actores, un corto de sobresaliente que engancha desde sus títulos de crédito, con unos estupendos y teatralizados dibujos sobre la historia sagrada que funcionan como prólogo. La glamurosa vida de los actores y el mágico mundo de los ensayos son dos cosas que a la mayoría de los mortales les seduce. Pero en el fondo no es otra cosa que trabajo, horas de ensayo y esfuerzo. No es que Jesús pretenda desmitificar nada con este corto, ni que nos quiera aclarar como es la realidad, sino que simplemente se lo toma con humor y nos hace pasar un rato divertido viendo a un grupo de actores en una mañana cualquiera de ensayo. Cuenta Jesús Monroy que la idea se le ocurrió en una cata de vinos blancos y viendo unos vídeos con amigos. Ensayo de Actores está grabado con un único plano secuencia porque consideró que era la mejor manera para contar la historia, «suele ser algo agradecido tanto para quien actúa como para el espectador». Fijó una especie de coreografía de movimientos y sobre ella dejó trabajar y fluir a los trece actores que participan. Esa fluidez se contagia al ritmo de la película y es uno de sus encantos. Terminó explicando que el corto es un homenaje a Manolo Summers y a los actores que trabajaban con él, porque le encanta su cine, «me trae recuerdos de la infancia». Señala que aunque su cine se vio mucho en un determinado momento, no cree que se le haya reconocido lo suficiente. Confiesa que el corto es una adaptación muy libre del arranque de una de sus películas: La biblia en pasta.

El Regalo de Irlanda Tambascio es una historia de niñez. Con tomas de mucho detalle, orientada a la propia imagen, que juega muy bien con la estética y los colores, pero cuyo guion flaquea enredándose un tanto con las sensaciones y ralentizando la poca acción. Cuenta su directora que la semilla de esta historia es autobiográfica y sobre ella ha ido mezclando sus propios recuerdos con otras narraciones de infancia que ha ido escuchando. El Regalo es una anécdota infantil contada desde el punto de vista de una niña, de un momento del que partirá la forma de entender el mundo en el futuro de una persona, ese punto en el que se pasa de la inocencia a empezar a aprender las reglas de los mayores. Irlanda señala que tiene un punto surrealista y mágico, el mismo con el que la infancia lo tiñe todo. Es un corto que busca lo plástico y lo visual, en cierta manera porque su autora dibuja, aunque para esta obra no se ha encargado de las pequeñas escenas de animación que hay en ella. Sí son suyos los dibujos de los títulos de crédito que resultan muy originales. Añade que necesita tener una imagen previa sobre la que construir cada plano. Trabajar con niños es difícil. Hizo castings en colegios y al principio muy bien, pero en el segundo ensayo se distraían; así que optó por acudir a una agencia donde encontró a Priscilla Delgado, una niña conocida de la televisión con mucho desparpajo. Desde entonces todo resultó más sencillo.

A modo de pequeño anecdotario: Solo voy a contar algunas de las coincidencias entre los cinco cortos que se presentaban esa noche. Si empezamos por Paseo Nocturno decir que se presentó a un festival al que también acudía Rött Hår | Svart; uno de sus directores, Alfonso Díaz, llevaba además otro trabajo al mismo festival en el que participaba como actor Jesús Monroy; Jesús Monroy traía a esta noche de estrenos su nuevo cortometraje como director, Ensayo de Actores, cortometraje en el que la foto fija la firma Alf Moraleja, que es codirector de Imago 313. Falta por unir al puzzle El regalo, resulta que en dicho corto actúa Teresa Soria Ruano, que también es protagonista de Rött Hår | Svart.

lunes, 20 de junio de 2011

Jugadores de billar, jugamos como vivimos

José Avello retrata con maestría la cerrada sociedad ovetense


Portada de la novela Jugadores de billar
Portada de la novela Jugadores de billar
Jugadores de billar se publicó en 2001. Se trata de una novela densa, de 633 páginas, uno de esos libros que da pereza sacar de casa. Sin embargo se lee con voracidad, con deseo. Alrededor de la mesa de billar, tres hombres que hace años dejaron atrás la juventud y un omnisciente cuarto jugador convertido en narrador -que da fe de lo que ocurre y que indaga buscando desentrañar los motivos-, despliegan la vida. Es un juego, pero con la estrategia de cada tacada van desvelando la forma de comportarse en la realidad. Hay quien es cauteloso, quien resulta metódico y quien se comporta con arrogancia. La vida son carambolas, cada uno las planifica o deja de hacerlo como quiere o sabe. La vida se contagia de la forma de jugar, de los tiempos muertos de espera y de la conversación que se fabrica para entretenerlos. La mesa es una metáfora de lo que ocurre dentro de la ciudad, con sus márgenes fuera de los cuales las bolas no corren. El billar no se hace aburrido, pues se queda en anécdota dentro de la novela, un punto de confluencia de lo «mejor» de una sociedad enquistada por la falta de un viento nuevo.

La ciudad de Oviedo, al igual que en La Regenta, es un personaje más que el lector siente con su aire pesado, su sociedad cerrada, su ambiente un tanto opresor a la vez que conservador, dónde parece que todo lo que tenía que ocurrir en ella ya pasó hace mucho tiempo y el reloj se detuvo. Del tiempo sólo quedan en la memoria las campanadas que van sonando con las horas, el mismo rutinario sonido que se repite durante toda la vida.

La minuciosidad con la que se plasma ese ambiente provinciano y elitista es sin duda uno de los principales valores de la novela. La otra gran virtud, el excelente dominio del lenguaje. Jugadores de billar es una novela estupendamente bien escrita, como pocas, de las que da gusto leer. Las páginas se van pasado con sumo placer ante tan magnífica prosa, donde la historia va surgiendo entre las palabras y fundiéndose con ellas.

El autor se mueve en una geografía que se va haciendo cercana, donde el lector puede unirse a los personajes y caminar tras ellos por las calles, escuchando de soslayo las conversaciones cotidianas y los más oscuros secretos. Al leer Jugadores de billar tengo la sensación de moverme entre gentes de las que voy conociendo hasta cómo respiran, a los que puedo sentir latir a pesar de la enorme distancia social y vital que nos separan. ¿Quién no ha oído historias de señoritos que tienen la vida resuelta? ¿Quién no sabe lo que pesa un apellido en una ciudad pequeña?

José Avelló en una foto de archivo
José Avelló en una foto de archivo
Son personajes contradictorios, acostumbrados a otro tipo de responsabilidades, llenos de una complejidad que con diferentes luces va produciendo distintos matices. En ellos confluye el pasado y el presente, pues la novela habla de la maldad en tiempos pasados que sigue flotando en éstos, de enfrentar la generación de los padres frente a la de los hijos que tanto han odiado la forma de comportarse de sus progenitores. Pero en el fondo casi todo se repite como sin querer, pues nadie rehuye de las ventajas sobre las que acondiciona su vida holgada. Nada puede cambiar. Los menos favorecidos se buscan la vida alrededor de ellos, entre sus negocios y con sus asuntos. Y así todos van pasando para retratar esta sociedad entumecida.

Es cierto que hay pasajes un tanto desmesurados, que ocurren circunstancias increíbles que no decrecen sino que se acrecientan cada vez más disparadas. Pero al final forman parte de una historia imposible que se va haciendo verosímil de tanto insistir sobre ella. Avello acude al humor con frecuencia tanto como a la caricatura, algo que se agradece en la lectura.

Otro factor importante en Jugadores de billar es lo libidinoso, la recreación de historias que incluyen el sexo como parte de otro juego, como forma de relacionarse o dominar o entregarse o simplemente compartir. Sin ellas el libro sería otra cosa, perdería peso, en el fondo nos hacen entender el mundo recreado por el autor, son el origen de todos los desvelos y la solución a lanzarse hacia delante para cambiar lo que se tiene por un futuro diferente y desconocido, donde no todo parezca ya escrito.

El último de los elementos que utiliza Avello en la novela es la intriga. Va salpicando la historia con pequeños asuntillos que van despertando nuestra curiosidad. De pronto queremos saber por qué ocurrieron las cosas que nos han traído a este presente, las que han marcado el carácter de los personajes, las que determinan sus relaciones. A veces creemos adelantarnos y saber qué camino vendrá luego, pero siempre nos quedamos cortos.

La sensación con la que me he quedado tras finalizar la lectura de Jugadores de billar es que he pasado un tiempo aprendiendo a vivir y a contar. Avelló escribe con una maestría envidiable, siendo capaz de contar los sentimientos que la vida produce con el lenguaje más próximo a ellos, para transmitir esas sensaciones que alguna vez yo también quise escribir.

A modo de pequeño anecdotario: José Avello fue finalista del premio Nadal en 1933 con la novela La subversión de Beti García. Es licenciado en Derecho y profesor titular emérito de Sociología de la Cultura en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. En la década de los setenta publicó cuentos y relatos en revistas literarias y codirigió la revista de literatura Estaciones.

Con su segunda novela Jugadores de billar, obtuvo en 2002 el «Villa de Madrid» de narrativa y el «Premio de la Crítica de Asturias». Según las malas lenguas, la novela se ha construido desde el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, de quien Avelló fue alumno. También se afirma que el personaje de Floro Santerbás está inspirado en el asturiano José Ignacio Gracia Noriega (narrador, ensayista, articulista, gastrónomo, crítico literario y cinematográfico, autor de libros de viajes, y cronista oficial de Llanes).

domingo, 19 de junio de 2011

Un cuento chino para una vida que es un sinsentido

La tercera película de Sebastián Borensztein llega a España después de haber cosechado un gran éxito en Argentina

Cartel de la película Un cuento chino
Cartel de la película Un cuento chino
A casi todos nos gustan esos personajes cargados de manías, que no siguen las modas, un tanto taciturnos, demasiado meticulosos, huraños incluso. En la vida no los soportamos a nuestro lado, pero en el cine... Nos reímos con sus comportamientos exagerados y les acompañamos porque también sabemos que tienen su corazoncito. En el fondo somos curiosos, así que lo que nos intriga es llegar a conocer qué les ha llevado hasta ese punto, dónde se hicieron diferentes y por qué. Un personaje de este tipo nos permite movernos entre la más divertida comedia y llegar con él al punto más dramático, a ese en el cual nos quedamos a solas con nuestras propias verdades. Son, con certeza, quienes nos hacen mirar dentro y ver la vida, lo absurdo de algunas de nuestras posiciones, desde fuera, desde donde llegan a parecernos grotescas. Son la paja ajena que podemos convertir en viga nuestra. Y nos gustan sobre todo porque sabemos en qué se quedan si les quitamos esas manías. Bajo ellas, en esa piel dura, nos topamos con personas íntegras, necesarias para estos tiempos, porque son los únicos que saben usar la justicia con bondad, la única que vale. Son los equidistantes entre la vida y los demás, los antihéroes que nos dan la verdadera medida de todo.

Así es Roberto, el personaje que interpreta Ricardo Darín en Un cuento chino. Alguien solitario que colecciona muchas cosas, con un comportamiento hostil hacia los demás, que vive dentro de sí, utilizando el pasado como una coraza, que no quiere que nada cambie porque piensa que todo le traerá más dolor. Mejor dejar las cosas como están. Se niega a vivir en nuestro tiempo porque en el fondo «la vida es un gran sinsentido, un absurdo». Recorta noticias imposibles que pega en las hojas de unos grandes cuadernos negros, que guarda como almanaques de la estupidez humana.

El hosco personaje que siempre espera con la mirada fija en su destartalado reloj de mesilla a que marque las 23:00 horas para apagar la luz y empezar a dormir se nos hace entrañable porque según van pasando las escenas, con sus giros, sus comportamientos, su buen corazón sabemos que hay una esperanza, un tiempo mejor que está por venir, diferente, que nos hará felices. Le miramos con otros ojos por lo que intuimos que ocurrirá, con los mismos con los que le ve Mari (Muriel Santa Ana) desde hace tiempo. Compartimos con ella su cariño hacia él y también su descripción: «Sos gruñón, ermitaño, sensible, bueno y además tenéis esa mirada que me mata».

Huang Sheng Huang, Ricardo Darín, Muriel Santa Ana y Iván Romanelli en una escena de la película Un cuento chino
Huang Sheng Huang, Ricardo Darín, Muriel Santa Ana y Iván Romanelli en una escena de la película Un cuento chino
Otro gran acierto resulta de fortalecer a Roberto con la rotundidad de lo innegable y usar esa misma capacidad para cuestionar toda autoridad que no sabe comportarse como tal. Un policía o un funcionario de una embajada son servidores públicos que no se pueden extralimitar convirtiéndose en arbitrarios por el simple hecho de estar al otro lado de una mesa o vestir un uniforme que les proporciona una autoridad que ni es absoluta ni les exime de cumplir la ley, ni tampoco de lo que es a todas luces justo.

Un cuento chino es también una película de convivencia entre culturas diferentes, entre personas, en el fondo, que parecen vivir constantemente en las antípodas. A la vida de Roberto llega por causalidad Jun Quian (Huang Sheng Huang), un chino. Así se encuentran dos personajes que hablan idiomas distintos, pero que antes, y por sus medios, ambos habían ido olvidando lo que es la comunicación. Dos seres que han decidido vivir aislados, cargando con sus tragedias sobre las espaldas. Personajes que necesitan una mirada dulce, pero que niegan cualquier posibilidad de que se produzca con constancia, pues la distancia con los demás es una norma impuesta al levantarse cada día.

Cierto que son culturas diferentes, pero en esa diferencia no está la distancia real entre los personajes, no les servirá de excusa a ninguno de los dos. Su negación a vivir la vida que llega cada mañana con alegría es lo que los une, lo que les hace iguales, a pesar de que no se entiendan. A Sebastián Borensztein, el director, la situación, le permite reírse también de algunas costumbres argentinas. Aunque también sabe ponerse serio al explotar un sentimiento nacional de tristeza hablando de su guerra perdida, batallas desiguales que no sirvieron para nada sino para forjar una herida en quienes lo vivieron. Explicar a un chino Las Malvinas sirve para teñir la cinta de la misma sustancia que lleva Roberto por dentro.

Borensztein teje una historia vital con mucho humor, con tiempo y con excelentes maneras de buen cine. Una historia de coincidencias, con recortes que nos van haciendo cambiar la mirada, de gente que pasa a nuestro lado cada día sin que apenas sepamos nada de ellos.

Además de por el guion, su comicidad y las buenas interpretaciones del elenco, Un cuento chino sobresale en lo estético. Cada detalle está cuidado hasta el extremo. El aire que envuelve la película combina la nostalgia con el humor. En el paladar nos sabe a cine clásico, tanto por sus tomas, su fotografía y la estupenda música que acompaña las secuencias.

Un cuento chino es una película divertida que entretiene.

A modo de pequeño anecdotario: El papel que interpreta Muriel Santa Ana en la película no es extenso, pero sí importante, pues funciona de pegamento invisible que va uniendo aquellas cosas que se rompen. Es una mujer que ha alcanzado buena fama en la televisión argentina donde ha sabido destacar. En paralelo mantiene otra actividad, forma parte de un grupo de música experimental rock-pop teatral junto a otros cinco actores reconocidos de Argentina (Mike Amigorena, Luciano Bonanno, Mariano Torre, Julián Vilar y Víctor Malagrino). El grupo se llama Ambulancia.

sábado, 18 de junio de 2011

Antonio Bartrina y Ariel Hernández se pasan al tango íntimo

Tango jondo supone un proyecto paralelo a Malevaje, un espacio para un tango más crudo y esencial


Jueves 16 de junio de 2011. Colectivo La Latina. Madrid


Cartel del concierto de Tango Jondo (Antonio Bartrina y Ariel Hernández) en el Colectivo La Latina
Cartel del concierto de Antonio Bartrina y Ariel Hernández presentando Tango Jondo
Cuentan Antonio y Ariel que en el 2008, durante la gira con Malevaje, se recorrían España haciendo entrevistas y dando conciertos. Antes de cada uno de ellos, y a modo de presentación, hacían pequeñas actuaciones promocionales, sólo con bandoneón y voz, como dos maestros del flamenco. Aquellos pequeños conciertos anticipo, hoy se han convertido en un disco con entidad propia. Para grabarlo se fueron a Buenos Aires, no podía ser de otra forma, se colocaron bajo un micrófono colgado del techo, a la antigua usanza, y a darle a la esencia del tango que por alguna ventana se coló y quedó impresa en la grabación.

El Colectivo La Latina es un local en el que se refugian muchos artistas que viven por los alrededores del barrio de La Latina, que rondan el rastro y compran en el mercado de la plaza de la Cebada, un lugar castizo lleno de madrileños que han nacido en cualquier sitio y que han terminando en este barrio de esencias.

Con la entrada al concierto te regalan un disco -vinilo- de Malevaje, Va cayendo gente al baile, título que suena premonitorio para un concierto. Se trata de un disco descatalogado del que hace unos días Bartrina encontró un centenar de ellos en un maletero en casa de su madre. Es que él es así, tan canalla como atento con su público, al que se entrega en cada concierto, pues es la música y la posibilidad de seguir cantando lo que a buen seguro le hace feliz. Esa alegría y buen humor se transmite desde el momento que pisa el escenario, comenzando a fluir una comunicación cómplice entre artista y público.

Sube primero Ariel, con una cerveza en la mano, se sienta y estira el bandoneón. Llega después Bartrina, vestido con un traje negro, con corbata fina de tonos rojos, como para un bautizo. Se sienta y se arrancan con los primeros compases del concierto. A penas van unas notas y a Bartrina le suena el móvil. Risas. Es artista viejo, más de un cuarto de siglo paseando sus canciones, así que de todo incidente sabe sacar partido, convertirlo en una anécdota. Se muestra locuaz, bromea. Pero sobre todo canta y lo hace con sentimiento, con fuerza, con el coraje que un tango precisa, desde una voz timbrada.

Antonio Bartrina y Ariel Hernández presentando Tango Jondo
Antonio Bartrina y Ariel Hernández presentando Tango Jondo
La pose también es importante, supone una declaración de intenciones. Los dos artistas sentados, como en un tablao flamenco donde hay un cantaor y otro que toca. Las piernas abiertas, las manos sobre los muslos. Parece que se van a arrancar con un quejido, y en el fondo así es. Un quejido bien templado de tango.

Hernández y Bartrina van haciendo un repertorio clásico y también temas de Malevaje, solo con la voz y el bandoneón; algo diferente, más íntimo, cercano y quizá más esencial. Bartrina lo describió muy bien: «Tango solo, crudo, que va hacia adentro, muy íntimo, muy intenso, tal y como a mí me gusta realmente». Un tango de raíces, sentido, para cantar en lugares pequeños donde la proximidad termina uniendo al público con la música, donde se va a escuchar con embeleso la profundidad de unas vidas e historias desgarradas que no ocurrieron tan lejos de nosotros.

Entre canción y canción, Bartrina saluda a los amigos, habla con el público, dedica canciones y también abre un turno de peticiones. Se gritan títulos a veces, otras estrofas de las canciones pues los títulos se quedan cortos para tanta poesía. Deseos que luego se van cumpliendo sobre el escenario. No le importa cantar a capela si hace falta, ni mirar de frente. Así va desgranando Cambalache, Garufa, Che bandoneón, Arroz Blanco, Esta noche me emborracho, Si soy así, Madame Ivonne, Margot, Confesión, Tinta roja...

Me gustó María, no sé porqué pero me llegó más adentro. A veces pasa que en un concierto, de pronto, una canción que has oído mil veces antes y a la que no habías prestado mayor atención cobra un brillo especial, de momento único.

Pasaron más cosas, como que con Cambalache se atrevieran a hacer una pequeña -y divertida- fusión hip-hopera o que pidieran a Marcelo, bailarín que les acompaña en los conciertos de Malevaje, taconear.

Dice Bartrina que sólo hay dos tipos de tangos, los que hablan de mujeres y los que hablan de bares. Con ambos va repasando canciones que son vidas contadas en una minutos y al final cuando todo se acaba, entre aplausos y agradecimientos, uno se da cuenta que ha asistido a una experiencia imborrable.

A modo de pequeño anecdotario: Tango Jondo es un disco con nueve tangos clásicos más un tema propio que los dos artistas grabaron con Malevaje dedicado a Alfredo Di Stéfano. En este último tema, y para este disco, participó Puro Tango, un grupo de amigos de allá, que pusieron sus guitarras y su voz a disposición de Antonio Bartrina y Ariel Hernández en este homenaje al mítico jugador.

domingo, 12 de junio de 2011

Incendies. Una historia de horror, una historia de amor

El director canadiense Denis Villeneuve firma la excepcional adaptación al cine de Incendies, la obra teatral de Wajdi Mouawad

Cartel de la película Incendies
Cartel de la película Incendies
Incendies empieza muy despacio, entrando de puntillas, como si no quisiera anticipar nada, dándonos tiempo a los espectadores a ir situándonos sobradamente. Los personajes van apareciendo para contar la historia de Nawal Marwan, una mujer que ha muerto y de la que en realidad nadie conoce su pasado. En su testamento deja dos sobres cargados de incógnitas que abrirán en sus dos hijos la suficiente curiosidad como para iniciar el camino que les lleve a conocer la historia de su madre y con ella la de sus propias raíces. Una historia que ella calló toda su vida, atormentada por lo vivido. Una historia que nadie está preparado para escuchar: trágica, dramática, cargada de horror.

Es difícil verbalizar un relato así, tampoco deber ser fácil convertirla en un texto literario, ni hacer de él una obra de teatro o llevarlo a un guion cinematográfico. Surge el problema de las medidas, de los excesos, del ritmo adecuado, de la dosificación. Tal vez haya que inventar un nuevo lenguaje que se muestre a flor de piel para ello. Así lo hizo Wajdi Mouawad para llevar las historias que le atormentaban a los escenarios teatrales, creando un nuevo concepto a través del que lograr contarlas. Entre esas obras está Incendies, que ahora Denis Villeneuve, con gran acierto, ha adaptado para el cine.

La vida está llena de demasiadas cosas. Algunas veces de casualidades con las que uno se tropieza. De decisiones que nos definen tanto como nos marcan. De juegos de lógica imposibles donde puede ocurrir que uno más uno también sea uno y no dos. De sentido común y de sin sentidos. De tragedias y de pequeños momentos de felicidad. De dolor y de amor por algo perdido. De causas infinitamente injustas que en un tiempo se pueden tomar como irrenunciables. Pero sobre todo de búsquedas. Los hijos de Nawal Marwan regresan a un país que nunca conocieron, del que su madre huyó, para unir ahora las piezas de su propio rompecabezas. No se cita el nombre de aquel país, se ha creado para la película una geografía imaginaria que bien pueda representar cualquier lugar en conflicto de Oriente Medio. Y mientras indagan en el pasado los ojos se les llenan de guerras que producen muertos y fracturas en el alma imposibles de recomponer. Son las vidas destrozadas de muchas gentes las que van viendo pasar, en las que se van involucrando, pues forman parte de su propia historia, heridas lejanas que ahora sienten sobre su piel. Llega un momento para descubrir la verdad y ese es el camino que toma Incendies.

Lubna Azabal y Mélissa Désormeaux-Poulin en una escena de la película Incendies
Lubna Azabal y Mélissa Désormeaux-Poulin en una escena de la película Incendies
Hay quien dice que siempre hay cosas que es mejor no saber por el bien de nuestra felicidad, cargas demasiado pesadas para nuestros hombros. Tal vez desconocerlas nos sirva para evitarnos un dolor momentáneo, para tener una sensación irreal construida sobre una percepción incompleta que nos permita sentirnos más cómodos. A la larga, eso que no queremos saber, nos llena de silencios y nos hace esclavos de ellos. Vemos entonces que a nuestra vida se le han abierto profundas grietas por la que se nos escapa lo más valioso, la vida misma. El dolor tiene paciencia y sabe esperarnos.

Todos somos herencia, por un lado de nuestros padres, por otro de la cultura que ellos recibieron y nos transmiten. No podemos construirnos alejados de nuestras raíces, de lo que nuestros antepasados forjaron o destruyeron. Cultura e historia nos anclan, se convierten en «nuestra circunstancia». Cuando la historia es cruel, está teñida de sangre entre hermanos, de violencia, es cuando más imprescindible resulta recuperarla. El daño que nos hacemos los seres humanos entre nosotros debe ser un espejo de horror en el que las siguientes generaciones han de mirarse para aprender y no repetirlo, para que no haya más señores de la guerra, niños soldados, francotiradores apostados con un rifle que nos tienen en su punto de mira, cárceles donde se tortura, muertes impunes, prejuicios, religiones que piden sangre, venganzas, ira, odio... No puede haber indiferencia posible hacia nada de lo contado en Incendies.

Sin embargo no se habla de culpa, ni de perdón. Son palabras que se han quedado fuera del vocabulario de Incendies. De lo que habla es de la resistencia de las personas ante circunstancias adversas, de que teñir una vida de odio no sirve más que para deformar la realidad y que además no nos producirá ninguna satisfacción. El camino correcto es elegir dejar atrás la revancha, pues nada bueno nos va a traer, ninguna satisfacción, ninguna reparación al pasado.

Reconozco como espectador que se tarda en entrar en la película, que las primeras vueltas de los personajes no anticipan la historia y que parecen no llevar a ningún lugar que sea medianamente interesante. La película va tomando de esta manera su ritmo, la distancia desde la que quiere que sea vista. Y de golpe se entra en ella, tomando el último resuello y sumergiéndose para ser llevado en volandas por la aterradora historia. Cuando engancha lo hace con una fuerza sobrehumana, suena un click en la cabeza y llega el momento de rendirse, de dejarse llevar por una gran película.

Incendies podría ser un melodrama espantoso, pero huye de ello. Hay escenas de gran dureza, filmadas con gran realismo, de una forma directa y cruda. Pero no hay ninguna recreación: el mensaje está siempre a nuestro lado, esperando que lo desentrañemos. Y eso, a la larga, le produce una mayor intensidad. Nos hace estar allí, sentir sobre nuestra piel todo lo que les ocurre a los personajes sin apartar los ojos, con consciencia.

Me quedo con su gran fuerza dramática y el ritmo con el que está construida la película, algo que la hace grande, irrepetible, convertida en una experiencia vital necesaria.

A modo de pequeño anecdotario: La película Incendies es una adaptación de la obra teatral del mismo título de Wajdi Mouawad, escritor libanés que ha sabido renovar el mundo de la escena. Mouawad vivió en Beirut durante su infancia, entre sus recuerdos cuenta que desde lo alto de un edificio, al comienzo de la guerra civil libanesa, vio cómo un autobús con refugiados palestinos fue acribillado por las balas de las milicias cristianas. Sus padres salieron del país dejando atrás la guerra y lo trasladaron a París donde la familia vivió los seis años siguientes. De allí se vieron obligados a irse, trasladándose a Montreal. «En el exilio, tuve que buscarme algo con lo que recrear el espacio de felicidad de mi infancia, algo que volviera a ponerme en relación con la naturaleza». El teatro le sirvió para rellenar ese espacio.

jueves, 9 de junio de 2011

Esquizofrenia, teatro de emociones

La Simpañía presenta un arriesgado montaje para meternos dentro del cerebro de un esquizofrénico


Domingo 5 de junio de 2011. La escalera de Jacob. Madrid


Cartel de la obra Esquizofrenia
Cartel de la obra Esquizofrenia
Dicen que una cuarta parte de la población mundial se enfrentará en algún momento de su vida a esta enfermedad. Una enfermedad que produce rechazo y que estigmatiza a quien la padece. Eva Redondo, actriz, autora y co-directora de Esquizofrenia, se ha documentado trabajando con enfermos que padecen esta enfermedad para contarnos con valentía la historia de dos esquizofrénicos. Además ha tenido la capacidad de mostrárnoslo desde el propio punto de vista de los enfermos, logrando explicarnos cómo entienden el mundo y cómo cambian sus relaciones con los familiares y con la sociedad una vez que se les diagnostica la enfermedad.

Esquizofrenia no es una obra inocua, de esas que disfrazan los problemas para pintar una sociedad feliz. No va en busca de lo positivo pues trata de construirnos una instantánea fiel y dolorosa. Se adentra certera hacia los sentimientos. El miedo que sienten los personajes, su angustia sobrehumana y la soledad que su enfermedad les producen, se trasladan al espectador que los va digiriendo y haciendo suyos, creando lentamente un proceso de empatía con el que sufre, castigado por su enfermedad. Vemos sobre el escenario levantarse la culpa que les pesa, una rabia profunda incontrolable que les deshace, una impotencia que les atosiga y una marginación como seres sociales que les convierte en excluidos, tal como si no existieran.

Es un montaje arriesgado por lo directo, porque llama con fuerza al espectador al querer pintar un mundo para el que muchas veces las palabras no logran construirlo en su conjunto. Esquizofrenia transita por caminos diferentes, buscando lo sensorial, pero que no se pierde porque tiene claro su objetivo. El espectador encuentra historias lineales de los personajes que la obra va tejiendo y contando sobre una narrativa convencional.

El elenco: Begoña S. Somolinos, Estela Aguilar, Silvia Maya, Eva Redondo, Jorge Fuentes y Jonathan Rod
El elenco de la obra Esquizofrenia: Begoña S. Somolinos, Estela Aguilar, Silvia Maya, Eva Redondo, Jorge Fuentes y Jonathan Rod
La historia se abre con dos personajes jugando a un juego extraño. Según pasan los minutos va apareciendo la angustia, el aviso a quien observa de que algo raro les pasa a esos personajes. No son los suyos comportamientos que solamos llamar normales. La obra, a partir de aquí va mostrando puntas de hilo desde las que desenvolver la maraña. Lo hace con los textos y su lenguaje, pero aún con más fuerza, si cabe, con el uso de las luces que aparecen y desparecen, como flashes que ralentizan y detienen el movimiento de los actores, para alargar una sensación pesarosa de desazón. Igual ocurre con los sonidos llenos de fuertes golpes un tanto caóticos que nos aceleran, de estridencias y chirridos que van creando el ambiente de la escena, que nos acercan a la locura. Y finalmente la acertada simbología de los colores que simplifica un mundo en el que solo existen el blanco, el amarillo que va salpicando en detalles las ropas y el negro de las capuchas que visten las sombras sin rostro que van acompañando la esquizofrenia. Es difícil hacer sentir la esquizofrenia a quien no la padece, explicar síntomas que no soportamos y que quien los sufre es incapaz de verbalizarlos. De ahí la importancia de crear una atmósfera que nos acerque a lo que se va a narrar. Durante la representación, Esquizofrenia logró sumergirme en un duro desasosiego que permitió compartir los sentimientos que hay bajo toda persona, sana o enferma. Salí de la función sorprendido y encantado, a pesar de la dureza que percibí, de la tensión de tener la enfermedad ante mis ojos, pues como decía antes, la obra no escatima ni ahorra la cruda realidad.

Me gusta la sencillez de un escenario en el que los objetos se vuelven polifacéticos, donde la propia enfermedad se hace presente, en el que vemos a los enfermos torturándose por dentro y queriendo escapar de una vida que se les va cargando de estigmas; a los cuidadores atentos o descuidados por una rutina que sirve de distancia; a los familiares incapaces de asumir los cambios; y a la propia sociedad, a la que curiosamente se ha representado en el texto con dos abogados rectos y serios.

De las enfermedades se huye. Así lo hace la sociedad, distante, temiendo por un contagio, mirando desde lejos, sin acercarse, sin involucrarse. Las que tienen que ver con la locura nos asustan más, que duda cabe, porque nos deshumanizan, nos llevan por pendientes que nos atemorizan. La muerte ronda toda enfermedad, como una solución para quien se deja vencer persuadido de haber perdido el enfrentamiento, sólo y sin apoyo. Pero la lucha en estos casos es más atroz, por incomprendida, porque incluso puede haber quien deje escapar un suspiro de alivio.

No es fácil interpretar personajes que han perdido el control, que viven en una frontera con una realidad intangible. Me sorprendieron los excelentes trabajos de todo el elenco, que hicieron presentes tanto a la propia locura y sus enfermos, como a los cuerdos. Del primer grupo me quedo con la sonrisa perversa de Begoña S. Somolinos, esquizofrenia pura o con el personaje atormentado que encarna Jonathan Rod por su capacidad de acercarnos la enfermedad o con la dulce bailarina que intepreta Estela Aguilar, capaz de transmitirnos un mundo interior complejo y aislado con unos pocos gestos, con sus impulsos. De los cuerdos me encanta la soltura, profundidad y distancia con las que Eva Redondo teje sus personajes, la frialdad numérica y el temor a la enfermedad que tan bien plasma Jorge Fuentes o la cotidianidad y el embelesamiento con los que construye los suyos Silvia Maya.

Es una obra que se disfruta, a pesar de que se sufre viéndola, pues ha logrado meternos dentro del cerebro de un esquizofrénico. Con Esquizofrenia, el espectador recupera la necesidad de ir al teatro a sentir emociones, a pasar por estados de ánimo semejantes a los de un esquizofrénico. Teatro de emociones que nos ayuda a comprender el mundo.

A modo de pequeño anecdotario: El grupo de teatro La Simpañía nació en 2006. Sus componentes se conocieron en la Fundación Shakespeare y poco después decidieron seguir el aprendizaje uniéndolo a la práctica. Debutaron con Menú del día y más tarde estrenaron la también comedia Misterio en Crimetown y otras dos gracias, premiada en el Festival de Pequeño Teatro de la Ciudad de Valencia. Predatoria, su tercer montaje, es un drama, con abundante humor negro. Hace año y medio se incorporó a La Simpañía la actriz Eva Redondo, quien se ha encargado de escribir el texto, dirigir y actuar en su cuarta obra Esquizofrenia. De la formación original permanecen Íñigo Cavia y Jorge Fuentes.

sábado, 4 de junio de 2011

El viento en un violín, hijos que no saben asentar la cabeza

El viento en un violín es la nueva producción teatral de Claudio Tolcachir y su compañía de teatro alternativo argentino Timbre 4


Martes 30 de mayo de 2011. Matadero - Naves del Español. Madrid

Cartel de la obra de teatro El viento en un violín
Cartel de la obra de teatro El viento en un violín
La sinopsis de El viento en un violín es tan reveladora como escueta: «Mujeres que se aman, buscando desesperadamente un hijo. Madres con hijos, desesperadas por asegurarles la felicidad. Hijos desorientados, desesperados por encontrar su lugar. Historias de seres ricos y pobres buscándose la vida. Y el amor que lo atraviesa todo, que todo lo permite, lo bueno y lo malo. El amor de pensar la vida de otra forma y aceptarla tal vez, en nombre del amor».

Ser madres es un deseo, un impulso, de Lena y Celeste, las dos protagonistas de El viento en un violín; una echa de menos algo que perdió, la otra necesita un cambio porque siente que le falta no sabe qué, pero es consciente que precisa cordura, que se acaben sus cambios de humor. Darío está en tratamiento con un psicoanalista, pues según su madre no termina de arrancar, de ser un bicho raro que se va quedando atrás. Los tres son personas con ausencias, que juegan en la vida con cartas marcadas. Con las viejas fórmulas de la clase social a la que pertenecen, distantes, porque es aquello que han aprendido. Lo demás hay que deducirlo, o lo que es lo mismo, vivirlo.

Las historias más cotidianas, las que ocurren a diario, de la mano de Claudio Tolcachir cambian el rumbo, como si les cortara el plástico que las envuelve con el filo de una navaja y así nos permitiera ver un interior sin deformaciones, lo humano que hay dentro de cada personaje y sus formas de relacionarse. El autor y director las araña, las estruja, las retuerce y las exprime. No inventa nada que no tengamos al alcance de nuestras manos, que no podamos leer a diario en la prensa. Pero no se queda en ese punto del periodismo actual, en el de la anécdota, sino que profundiza para desarmarnos, para ver que lo más absurdo no está tan alejado de nuestros comportamientos, pues lo absurdo no es inhumano. Lo inhumano resulta ser otra cosa que también va pasando ante nuestros ojos. Es cierto que no somos como los personajes de El viento en un violín, pero todos podríamos serlo. El teatro de Tolcachir es un teatro humanizado que nos cuenta historias que no se pueden ver sin tomar aire, sin acercarse hasta casi tocarlas. Un teatro que hace saltar chispas.

Lautaro Perotti y Tamara Kiper en una escena de la obra El viento en un violín
Lautaro Perotti y Tamara Kiper en una escena de la obra El viento en un violín
En la obra uno puede ver el polvo más indecoroso que se pueda imaginar. Lo sórdido se mezcla con lo hilarante hasta hacerse indivisible. Hay, también, verdades crueles. Tolcachir las pone en boca de personajes que se comportan como locos y los demás las reímos. Lo cierto es que nuestra educación -ese proceso de socialización- no es otra cosa que una mordaza que nos calla. El que lo tiene todo perdido, el que no ve el mundo en toda su realidad, el tonto, el enfermo, serán quienes nos griten lo más obvio. Y nos reímos. Pero queda flotando la tragedia que se va conformando. Las incapacidades del personaje que habla se rompen y se convierte, a la hora de expresarse, en alguien mucho más capaz que los demás.

Es un teatro de las vueltas que va dando la vida para ir construyendo sus soluciones; un teatro que supera lo preconcebido, sin prejuicios, directo y fresco. Un teatro de preguntas: ¿Está acaso todo tan pautado como para que la vida se pueda seguir con un simple manual?, ¿somos diversos?, ¿impredecibles? Y cada escena con la que avanza rompe un prejuicio y nos hace más sabios. Lo cierto es que la vida deja tantos hilos colgando que presta su tiempo y espacio para filosofar.

Me gusta El viento en un violín porque te hace dar vueltas en la cabeza, porque te obliga a plantearte conclusiones. No es un teatro que pasa, es como esos cafés densos que dejan posos en la taza y cuyo sabor perdura en el paladar mucho más que otros. Y sin embargo es un teatro sin pretensiones, modesto, con un decorado cotidiano, a medio hacer para que el espectador reconstruya el resto, ponga las paredes de su propia casa, sus muebles.

Tamara Kiper e Inda Lavalle en una escena de la obra El viento en un violín
Tamara Kiper e Inda Lavalle en una escena de la obra El viento en un violín
El viento en un violín habla de dos mundos que se mueven a velocidades distintas, pero en ambos, las madres sienten que van perdiendo a sus hijos, que son incapaces de resolver los problemas que la vida les va planteando. Lo cierto es que el drama queda abierto, como si se hubiera cerrado por casualidad o si no quisiese terminar. Quizá simplemente porque debe continuar en otro espacio.

Sorprendentes los actores. Lautaro Perotti consigue adentrarse en su personaje y hacernos creer lo más fantástico con sus gestos, sus miradas y una interpretación perfecta. De la misma forma Inda Lavalle y Tamar Kiper nos dibujan una relación difícil con la naturalidad que precisa. Mientras que Araceli Dvoskin, con su personaje, asienta la historia en la realidad, la ata a la tierra con la fuerza de su trabajo. Miriam Odorico, con un papel pequeño, consigue mostrarse de lo más expresiva, haciendo que las situaciones exploten. Gonzalo Ruiz cierra el cuadro, ofreciendo la cara de una derrota cargada de triste amargor. Difícilmente se podría haber encontrado un elenco mejor para esta obra.

Al terminar, no podría ser de otra forma, un éxito tremendo: los aplausos no cesaban.

A modo de pequeño anecdotario: El viento en un violín se estrenó en el Festival d’Automne de París en noviembre de 2010. Su estreno en España se produjo dentro de la Temporada Alta de Girona, desde donde ha viajado a Madrid para formar parte de la programación del Festival de Otoño en Primavera de este año.