El cantaor ofreció un recital que el público salpicó de olés
Jueves 7 de julio de 2011. Escenario Puerta del Ángel. Madrid

Miguel Poveda en una foto de archivo
Se le vio más cómodo, menos preocupado, que el año pasado. En este tiempo ha ganado en naturalidad, pues el nivel de su voz es tan alto y perfecto que es difícil mejorarlo mucho más. Aunque es un artista puntilloso, que cuida con mimo cada detalle, se dejó llevar por la magia del propio concierto. Emprendió un viaje por Andalucía: cantiñas, nanas, tangos trianeros, siguirillas y soleares apolás mezclando los estilos de Mairena y Marchena. Repasó bulerías de aquí y de allá, con sus diferencias, para terminar recordando a Miguel Candela y esa esencia suya flamenca y madrileña. Un guiño a esta ciudad que se vuelca con cada uno de sus conciertos.
Colocaba el micro con delicadeza, cantaba con maestría y se entregaba en cada nota de su voz. Parecía a punto de rompérsele el alma en cada momento, desecho del dolor profundo de lo jondo. Y el público le agradeció su coraje y el arte tan grande que atesora y comparte, el lujo de verle actuar, de escucharle cante lo que cante. De fondo luces mezclándose para construir dibujos tamizados como de arena.
Después, un cambio de ropa que le sirvió de pretexto para salir del escenario, para que se iniciara un cambio de aires. Los músicos también se fueron y apareció entonces Joan Albert Amargós para hacer una pieza al piano. Regresó Poveda, chaqueta blanca impecable y bajo ella una camisa negra con brillos azabache y levemente manchada como por lamparones de tinta lechosa. Se arrancó con las primeras coplas, su otro yo de cantaor. Lo primero que hizo fue mezclarlas todas con La radio de mi madre. Luego el apoteósis: Ojos verdes.
Se acordó de Lola Flores y agradeció a su hija Lolita que estuviera entre el público, le dedicó Rocío. Se quejó del frío que hacía, malo para mezclar con el sudor que produce el cantar bajo los focos, el esfuerzo de sacar la voz desde dentro, pero avisó de que nada le iba a parar. Se arrancó con A ciegas, tema que formó parte de la banda sonora de Los abrazos rotos y que dedicó al actor de la película Rubén Ochadiano, también presente entre el público. Hizo un pequeño fragmento de Y sin embargo te quiero. Tampoco se olvidó de interpretar Como las piedras y la emblemática Tres puñales que el público le venía solicitando desde el principio del concierto. La parte de copla se cerraba, pero aún quedaba un último ramillete para su público, para hacerles ponerse otra vez en pie y seguir dando olés.
Tuvo un recuerdo especial para su maestro, el cantaor Enrique Morente que también quiso extender al guitarrista que le acompañó en la última década, Juan «el Habichuela» que se encontraba en la grada. Les dedicó una emotiva versión de La Aurora de Nueva York que remató por bulerías. Los bises fueron para el mítico tema de Camarón La leyenda del tiempo y para cerrar el concierto aprovechó No volveré a ser joven para despedirse por bulerías otra vez.
Después de dos hora y cuarto de pasión, a las 00:15 acabó el concierto. No sé cómo pero la magia de Poveda consiguió lo imposible, pasar la barrera infranqueable de las doce de la noche que impone cada año la burocracia absurda de Los Veranos de la Villa.

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