martes, 10 de abril de 2012

Grupo 7, los que limpian las calles y sus métodos

Alberto Rodríguez dirige una película de género llena de acción

Cartel de la película Grupo 7
Cartel de la película Grupo 7
Grupo 7 es una estupenda película de acción sobre una corrupción torpe, como de andar por casa, de un grupo de policías. No busquen en ella actores estadounidenses, ni un director del otro lado del charco. La dirige el sevillano Alberto Rodríguez y es una película de aquí, de las nuestras; porque el cine español también sabe hacer películas de todos los géneros y además hacerlas muy bien. Grupo 7 es una película redonda que desborda adrenalina desde la primera escena hasta los títulos de crédito, de una fuerza fílmica tremenda y con una fotografía rotunda.

Todo ocurre en una Sevilla pre-Expo, una ciudad a la que llegan grandes inversiones para construir con ellas una nueva fisonomía llena de prosperidad, que debe prepararse para la llegada masiva de turistas de todas las nacionalidades que presumiblemente dejaran mucho dinero y que sueña con convertirse en un foco mundial durante el evento. Pero esa nueva Sevilla choca con otra, con una real que está llena de cloacas sucias por la que se mueve la droga, la prostitución y la delincuencia. Una Sevilla en la que aflora la miseria allá donde pongas los ojos, sin esplendor alguno. Una ciudad que necesita, además del lavado de cara que le proporciona las nuevas construcciones, una verdadera limpieza, porque las cosas no pueden seguir como están si se quieren las divisas del turismo internacional.

La policía está despistada, sin saber dónde ni cuándo ocurren de verdad las cosas. Detienen a los pequeños delincuentes que encuentran y a las pocas horas están otra vez en libertad. Cada día se sienten más desmotivados y lejos de una ciudadanía que les rehuye, que no les cuenta nada, que no les respeta lo más mínimo. Saben que no tienen medios para acabar con todo, así que la nueva consigna recibida es la de limpiar el centro y dejar que la periferia se siga pudriendo, pues hasta ella no van a llegar las luces de la Expo.

Joaquín Núñez, Mario Casas, Antonio de la Torre y José Manuel Poga en una escena de la película Grupo 7
Joaquín Núñez, Mario Casas, Antonio de la Torre y José Manuel Poga en una escena de la película Grupo 7
El éxito, como siempre, tiene que ver con los recursos y la eficacia. Los policías del Grupo 7 tiran con lo que tienen a mano, de despistar algo y comprar la información que precisan al crear una red de confidentes aprovechándose de las necesidades de los que son capaces de vender cualquier secreto a cambio de una papelina. No juegan limpio, usan la violencia, las palizas salvajes y el miedo. Y así las redadas y las incautaciones fructifican. Los policías del Grupo 7 viven el éxito y la gloria, sienten a su paso un respeto ganado con sus logros. Y el ego les engorda, cumplido su deseo de convertirse en héroes, de colgarse la medalla más grande, satisfechos con el hecho de que los fines se consiguen a pesar de que los medios pudieran ser dudosas. El brillo les deslumbra tanto que no ven lo malsano del camino emprendido. Ellos no tienen la menor duda moral porque piensan que les pagan para eso, el cómo lo hagan es cosa suya y además nada importa. Sin embargo, ese sistema que han creado no se pude sostener. Las mafias de las drogas se van haciendo más fuertes, lo suficiente como para seguir ganando el mismo dinero a pesar de los alijos aprehendidos y la droga decomisada. Los unos -traficantes- frente a los otros -policías- jugando al mismo juego, a pelear, a devolver los golpes, a mear más lejos, a emplear los mismos métodos y a dejar bien claro la fuerza de cada uno.

Los policías del Grupo 7 no son ángeles salvadores con capacidad para resolver los problemas, ni siquiera lo pueden hacer en sus vidas personales, que han ido saltando por los aires. Así que no debemos justificarles. Utilizan métodos ilegales, son corruptos, aplican la violencia y no tienen escrúpulos porque consideran que su fin es sagrado y que, por tanto, los medios sucios y turbios que usan, en el fondo, están legitimados. Mientras, la ciudad -quienes mandan y los ciudadanos de a pie- mira para otro lado. Les ampara su éxito y esperan que todo siga igual. Piensan que los que están arriba les cubrirán porque en el fondo cumplen con lo que de verdad les han pedido, saben que no quieren que les cuenten lo turbio para no ensuciarse, pero que lo asumen.

Si algo deja claro Grupo 7 es que las soluciones individuales no resuelven el problema. Limpiar las calles de droga, de delincuencia y de prostitución es un trabajo en equipo, donde cada uno de los servicios públicos debe cumplir su función. Primero los Cuerpos de Seguridad que deben detener a quien delinque. Después la Justicia que debe ser aplicada de acuerdo a la ley. El poder Legislativo más tarde, con capacidad para cambiar aquellas leyes que no son justas. El Sistema Penitenciario orientado a la reinserción en la sociedad de los presos una vez cumplida su condena. La Sanidad para atender a los enfermos y a los adictos que deambulan como muertos vivientes entre la mayor miseria buscándose la vida. Y la Educación que debe formar personas, pero que sobre todo tiene la obligación de inculcar valores humanos y sociales. El trabajo del policía no es hacer justicia, ni educar, ni curar, ni reinsertar, ni legislar. Su trabajo es el de detener al delincuente, nada más. Y para ello no sirve extralimitarse, no vale cualquier método aunque produzca resultados rápidos y buenos. Para que se resuelva el problema hay que cambiar lo que está mal sabiendo que se encuentra en lo más profundo. Un trabajo que debe acometer la sociedad entera, remangándose y poniéndose mano a la obra porque no es una obligación de los otros, sino nuestra.

Es esa carga social que tan bien maneja Alberto Rodríguez lo mejor de la película. Uno sale de la sala pensando que le han dejado echar un vistazo durante un rato debajo del felpudo para ver toda la mierda que nuestra sociedad esconde, porque a ella nos hace mirar el director para que tomemos conciencia y para que seamos nosotros quien hagamos el análisis del que sacar nuestras propias conclusiones. La película no establece juicios entre el bien y el mal, se limita a imponer un ritmo endiablado con el que ver cómo pasan las cosas y si sentimos que éstas nos manchan o no. Pero no nos ofrece ninguna servilleta en la que limpiar la sangre que nos salpique ni con la que aliviar la conciencia. Los hechos están ahí, mirándonos de frente y seguro que habrá quien justifique a esos policías y a sus superiores con una sonrisa, diciéndonos que ya somos mayorcitos para despertar del sueño y ver esos atajos subterráneos de los que se sirve el poder para acabar con cualquier elemento que se considere una lacra social. La guerra sucia nunca es justificable, porque iguala a quien la aplica con las personas de quien trata de protegernos, porque diluye las fronteras de lo inmoral y porque nos hace peores a cada uno.

No se puede ver Grupo 7 sin destacar el maravilloso trabajo artístico del equipo técnico y de producción para recrear una Sevilla de finales de los ochenta y principios de los noventa y el espíritu que en ella se vivía entonces. No habría película sin ese ambiente y tampoco existiría sin el maravilloso trabajo de sus actores y actrices. Sus protagonistas destacan, tanto Mario Casas que cumple con acierto y energía en un papel brillante como Antonio de la Torre que borda un personaje angustiado lleno de silencios y contención, sabiendo que no tiene las respuestas y siempre a punto de explotar. Igual ocurre con el resto de secundarios, liderados por los policías José Manuel Poga y Joaquín Núñez, o los geniales trabajos de Julián Villagrán y Estefanía de los Santos.

Grupo 7 me sorprendió y me gustó. Es de esas películas necesarias, de las que nos producen cierto dolor, pues son como el espejo que nos enseña en primer plano la sociedad que somos.

A modo de pequeño anecdotario: (Fuente: Notas del director) La idea de Grupo 7 parte de un sumario de un juicio de los ochenta. Un amigo abogado se lo prestó a Rafael Cobos (guionista) y estuvimos leyéndolo. Todo era muy cutre, muy mezquino, muy familiar; un micro-universo de delincuencia tamizado por la pobreza. Todo el mundo que estaba en el ajo tenía un problema de adicción, de adicción a algo: al juego, a las drogas, al dinero, a la vanidad… Decidimos que se podría hacer una gran película en este contexto: los años previos a 1992. Era un momento de boom económico, de derroche, de manos llenas; un país en desarrollo entrando en el primer mundo. ¿Qué hacían mientras tanto los basureros? ¿Qué hacían aquellos a los que les había tocado la tarea más desagradable? Esa era la pregunta. No nos interesaban las grandes historias de corrupción de la época. Era mejor afrontar el problema desde una perspectiva más doméstica. Lo pequeño a veces explica mejor lo grande. Y un tema: todo el mundo mira hacia otro lado cuando «es necesario».

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