viernes, 4 de mayo de 2012

El chico de la última fila, los oscuros caminos del aprendizaje

Un texto inquietante de Juan Mayorga que nos refleja como sociedad contemplativa y saciada que somos


Viernes 4 de mayo de 2012. Sala Cuarta Pared. Madrid

Cartel de la obra de teatro El chico de la última fila
Cartel de la obra de teatro El chico de la última fila
En septiembre de 2010, el actor Miguel Lago Casal se lanza a la producción teatral y funda la compañía La Fila de al Lado, que quiere buscar una individualidad teatral dentro de la creación independiente. En cierta manera, la aparición del Centro Social Autogestionado La Tabacalera de Lavapiés produce el impulso que ha propiciado esta aventura. Escogen para iniciar la andadura el texto de Juan Mayorga El chico de la última fila, una obra que subraya el nombre de la compañía y que en su opinión aúna riesgo, contemporaneidad y sueño, máximas que comparten en La Fila de al Lado. Con la complicidad entre compañía y autor surge la maravillosa puesta en escena de la obra que aún se puede disfrutar en la Cuarta Pared.

¿De qué habla El chico de la última fila? De muchas cosas, o de pocas, según se mire, pues en el fondo todo está en la mirada de quien observa. Cualquier historia cambia dependiendo del punto de vista que adopta quien se encarga de contarla, así Moby-Dick sería una novela diferente si su narrador hubiese sido el capitán Ahab. De la misma forma, el espectador, en toda función, aplica su experiencia, su conocimiento y la forma de mirar el mundo que tiene para transformar lo que recibe y asimilarlo según sus propios parámetros. Un punto de partida como éste suena arriesgado y complejo, nada más alejado de la realidad. El chico de la última fila engancha desde el principio, con humor y retranca, para ir pasando de ese estado a la fascinación por una historia seductora y por lo que va quedando en sus bordes, lo que nos toca a cada uno. El chico de la última fila convierte primero al espectador en un mirón y luego le hace sentir consciente de esa circunstancia.

Quizá su tema principal sea el de los vínculos forjados en la etapa de enseñanza, entre un alumno y su profesor. En lo estudios oficiales el tedio se va asociando a las clases, convirtiéndose en una especie de polvo que las va haciendo caducas e inútiles. Aparece la desmotivación en el docente cuando se instala en su cabeza la idea de que ya no va a encontrar pupilos con interés en aprender y empieza a sentir la repetición del mismo curso un año tras otro de su vida. A Germán (Miguel Lago Casal), el profesor de literatura, le ocurre eso, hasta que mirando un trabajo de redacción de sus alumnos descubre a Claudio (Samuel Viyuela), el chico callado que se sienta en la última fila, quien de pronto se ha mostrado como una persona imaginativa e interesante. La perspectiva del maestro cambia, contagiado comienza a verse reflejado en el alumno, a establecer una hoja de ruta, la misma que, sin embargo, a él le condujo al fracaso cuando intentó el mismo camino. Con esos intereses comunes y desde la añoranza de uno y la rebeldía del otro, de quien experimenta, se van afianzando en Germán las ganas de orientar, de volver a ejercer otra vez como guía, de enseñar para que Claudio pueda ir más allá, a dónde él no supo llegar. Y en ese camino se encuentra seducido, en el sentido intelectual, por las historias, que de forma dosificada, le va contando el alumno. Es el duelo entre quien ya ha visto demasiado frente a quien está aprendiendo a mirar. Y extrañamente, de pronto, los dos están llenos de curiosidad.

Miguel Lago Casal y Samuel Viyuela en una escena de la obra El chico de la última fila
Miguel Lago Casal y Samuel Viyuela en una escena de la obra El chico de la última fila
Germán juega a impartir teoría y Claudio a responder con la práctica para demostrar los múltiples ángulos de cualquier pequeño detalle, los que se escapan siempre a la teoría prefijada. En ese proceso, esa supremacía en la relación alumno-maestro va cambiando de lado, pues a veces la realidad lleva a un punto en que los maestros ya no tienen nada que enseñar a los discípulos y se deja de saber quien manipula realmente a quien. También aplica, por extensión, a la relación entre padres e hijos, otro tema que se refleja en la obra donde vemos perfiles de padres-amigos o simplemente ausentes. ¿De qué ética van a hablar a sus hijos cuando los mayores se hacen conscientes del mundo que van a dejar en herencia?, ¿qué valores puede enseñar una sociedad donde el triunfo es siempre a costa del sacrificio de los otros? Es el desencanto que produce la burguesía, lo que Claudio describe como el olor de la clase media, un perfume rancio y sin profundidad. Claudio lo mira con distancia y sin embargo está en esa edad en la que sus decisiones le permitirán escapar o caer de lleno en una vida similar a las que ve.

La ficción se va colando en la historia de Claudio, un conjunto de redacciones que cada día se van haciendo más ambiciosas, que se van enfocando como una gran novela. Una ficción tan presente como la propia realidad que se pretende con la transcripción de los diálogos que van tomando protagonismo para dejar a un cierto lado las opiniones del muchacho-autor. Todos los personajes van cobrando vida, tomando sentido y construyendo sus propios conflictos que dan coherencia al conjunto del texto. La mirada desde la última fila, aquella desde la que se ve al resto de la clase sin que ellos te vean, se hace más profunda a medida que va hurgando en las heridas que va viendo.

El chico de la última fila es también una clase magistral de cómo construir la literatura -o la dramaturgia si queremos extrapolar, pues en realidad sirve para contar cualquier historia-, algo que se nos va dando en pequeñas lecciones: el abuso de la caricatura no se puede utilizar sin ton ni son, hay que ser original, resultar veraz, realista incluso, reflejar seres humanos que resulten verdaderos, se dibujará el conflicto de cada uno de los personajes y se ahondará en su propia esencia, se evitará la manipulación sentimental del lector y se confiará en él dejándole un espacio para que pueda completar los huecos que quien escribe va dejando, se huirá de lo vacuo, se buscará siempre lo universal, el arte deberá tener un fin que irá más allá de la mera estética… Una clase aplicada, pues cada uno de esos conceptos está presente en la construcción de la obra, del primero al último.

También la filosofía y las matemáticas encuentran su espacio. La primera para hacernos preguntas, reflexionar sobre ellas, sobre nosotros y cambiar el punto de vista; para preguntarnos por lo que es moral. Las matemáticas, sobre todo, sirven para encontrar las soluciones.

Sorprende la puesta en escena, un escenario sencillo formado por pupitres que delimitan un espacio que se convierte en muchos otros, sobre ellos y a los lados. Esta propuesta espacial y que los actores pasean sobre este escenario en todo momento, independientemente de si participan en la escena o son simples fantasmas en su devenir cotidiano, obliga al espectador a llevar su vista de un lado a otro, descansando sobre aquel personaje que más le inquieta en cada momento. Para enfocar su atención surgen ocho lamparillas (2 de pie , 1 de mesita y 5 flexos) que iluminan una parte y dejan en sombras el resto, captan la atención y sirven de telón que separa las escenas o la acción dentro de ellas. Es una luz que más bien insinúa, que no pretende ser absoluta.

Pero si texto y escenografía son impresionantes, más brillantes aún resultan los actores. Samuel Viyuela encuentra el tono perfecto de su personaje, lo lleva con la voz, con una economía de gestos y con un cierto aire retraído que de pronto, cuando lo necesita, avanza veinte pasos. Juega a esconder su realidad, esa inteligencia que le permite mostrarnos pequeños rasgos de jovencito un tanto retorcido. Miguel Lago Casal borda su papel de profesor que lo sabe todo pero que no ha llegado a ningún sitio. Es enérgico y a la vez se tambalea ante las opiniones de su mujer, sin perder un ápice de la fuerza de su personaje. Olaia Pazos interpreta a Juana, la mujer de Germán, y su papel nos asienta en lo sustancial de la realidad y nos guía con sus consejos que parecen ser los únicos que tienen sentido, aunque no sepa aplicárselos a sí misma.

Hay algo de Las mil y una noches en la obra, pero también una historia sobre el placer que se experimenta al asomarse sobre las vidas de los demás, a violar una intimidad para encontrar un secreto más oscuro que nos explica a cada uno. Abre así un juego narrativo que siempre se va resbalando con lentitud por el filo de lo inmoral, emprendiendo una senda que va haciendo cambiar al espectador, que sin darse cuenta, de pronto se ha visto inmerso en un realidad obsesiva de carácter enfermizo, como si todo se le hubiera escapado de las manos. Son los riesgos de andar confundiendo la vida con la literatura. El de Mayorga es siempre un teatro que mancha, que obliga a tomar decisiones, a pensar y a encontrar en uno mismo los huecos y las inconsistencias. Nadie sale tan inocente como entra, pues ha asistido a un proceso de desmenuzamiento de cada uno de los personajes: lo humano, lo grandioso y lo mezquino ha estado expuesto sobre una mesa para nuestra contemplación.

A modo de pequeño anecdotario: Juan Mayorga fue profesor de secundaria, como lo es Germán, ese hombre al que vemos al principio de la función corrigiendo las redacciones escritas por sus alumnos. En su caso impartía Matemáticas. No es la única coincidencia personal del autor con la obra, Mayorga es licenciado en Matemáticas y doctor en Filosofía, dos asignaturas que también aparecen en el texto de la obra, pues son las clases en las que los dos alumnos, Claudio y Rafa, intercambian su ayuda para poder estudiarlas juntos.

Hay sin embargo otra parte de la formación de Mayorga que no se vislumbra en la El chico de la última fila, su formación como músico que le ha llevado a componer once sinfonías.

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