lunes, 30 de abril de 2012

La piel en llamas, las cicatrices imborrables de toda guerra

El texto de Guillem Clua que se representa en el Centro Dramático Nacional María Guererro está dirigido por José Luis Arellano


Miércoles 25 de abril de 2012. Teatro María Guerrero. Madrid

Cartel de la obra de teatro La piel en llamas
Cartel de la obra de teatro La piel en llamas
Hay personas que siempre llevan guantes en las manos porque no quieren volver a ensuciarse con la vida. Hubo un tiempo lejano, quizá viente años, en el que se mancharon, en el que su cabeza se les llenó con los horrores de una guerra, y ahora, después de aquello, el miedo se les quedó como un instinto en el cuerpo. Les dejó un sabor áspero que el whisky apenas mitiga, pues en un conflicto armado o se está con las víctimas o con los verdugos. Ni siquiera un fotógrafo de guerra puede escaparse de esa atroz división.

La piel en llamas nos cuenta la historia de Frederick Salomon, un prestigioso fotógrafo que regresa al país donde captó con su cámara la fotografía que el devenir del tiempo ha convertido en la más famosa de la historia, la instantánea de una niña en llamas que sale volando por los aires tras la explosión de una bomba. Vuelve para recoger otro premio para él, pero el primero que entrega ese país y con el que intentan demostrar que la guerra se quedó atrás, que han cambiado como estado y que han empezado a vivir con normalidad. Salomon ya no es aquel hombre, la fotografía, en cierta manera le cambió dejándole dolorosas secuelas y la incapacidad para volver a tomar otra fotografía importante. Su mirada se quedó varada, mientras su ego se acomodó a los halagos, los homenajes y las fiestas, domesticado al poder que le va usando como la cara cultural tras la que esconder los sucios negocios que el mundo occidental desarrolla por detrás en cada guerra y en las reconstrucciones posteriores. Doble beneficio que se negocia tras actos benéficos, culturales e hipócritas. Un beneficio, no olvidemos, que siempre conviene a dos partes, las que sellan el pacto.

Salomon no había regresado en estos veinte años a este país, del que no se dice el nombre en la obra, desde que tomó aquella foto, pero el elevado importe económico del premio y el halago que le suponen le han traído de vuelta. Ahora, en la habitación de su hotel, es entrevistado por una joven periodista del diario oficial del régimen que gobierna. Es una entrevista agresiva ya que la joven no siente el menor respeto por el fotógrafo del que se ha documentado hasta conocer todos sus detalles y al que utiliza como blanco para debatir las actividades que las Naciones Unidas establecen en los países del Tercer Mundo. Las guerras, para Occidente, son un gran mercado de imágenes violentas en lo cultural, una especie de escaparate tras el que esconder las cuestiones fundamentales que hay tras ellas, y un jugoso negocio que también se oculta a la opinión pública. La discusión se va centrando en el día que el fotógrafo tomó la imagen planteándole la dicotomía de cómo soportarla sin intervenir, de por qué dar mayor importancia a inmortalizar el instante en lugar de ayudar a evitarlo. Ese cuestionamiento moral inquieta a ambos, pues reportera y fotógrafo no parecen compartir la misma opinión. ¿Qué habrá sido de aquella niña?

Chani Martín, Helena Castañeda y Marina Seresesky en una escena de la obra La piel en llamas
Chani Martín, Helena Castañeda y Marina Seresesky en una escena de la obra La piel en llamas
En otra habitación del mismo hotel y en un tiempo que podría ser simultáneo y también pasado o futuro, un delegado de las Naciones Unidas tiene un encuentro sexual con una mujer local a cambio de un tratamiento que puede salvar la vida de su hija. Las dos tramas, según avanza la obra, se van entrelazando, vinculadas entre sí de manera sorprendente para mostrarnos a través de sus fragmentos un cuadro global de los que sufren y de quienes se aprovechan de esas circunstancias. Para todos ellos la moral es algo inútil, inservible, que la guerra ha dinamitado. ¿Qué somos capaces de vender?, ¿cuándo empezamos a tragamos los principios?, ¿dónde dejamos olvidada la ética?, ¿cuánto vale seguir viviendo?, ¿quién nos comprará y para qué? Son dilemas latentes en la obra, preguntas que los personajes se realizan y que quedan flotando en la conciencia del espectador para que sea éste quien siga reflexionando cuando se enciendan las luces de la vida tras la función.

La piel en llamas nos habla de las cicatrices imborrables de toda guerra, de las secuelas permanentes en quienes la sufren y en los fantasmas y las realidades que sobreviven tras ella. Es imposible que la vida siga igual. Cada acto tiene sus consecuencias, cada noche es otra pesadilla más y el día una lucha profunda por seguir viviendo a pesar de todo lo ocurrido. Pero La piel en llamas no se queda solo en ese debate, sino que acomete otro que nos toca mucho más de cerca al hablarnos de la hipocresía del mundo occidental en todos estos conflictos. No hay buenos ni malos, los cuatro personajes con los que el dramaturgo Guillem Clua nos cuenta la historia están profundamente heridos, en lo físico, pero sobre todo en lo moral. Y esa moral caída es la occidental, la de quien nos gobierna, la que hemos delegado y, por tanto, la nuestra, la propia. Ahí reside el dolor, en el hecho de que la onda expansiva nos alcanza esta vez.

Todo en la obra está construido para ese fin. El autor ha puesto nombre y caras para que no se diluyan las responsabilidades, y nos ha sentado frente a ellas para que miremos con crudeza lo más salvaje del ser humano y también lo sometido que tras una guerra se encuentra. Ha sido explícito, no nos ha ahorrado sufrimiento ni escatimado las imágenes más humillantes. Nos enfrenta a lo más sucio y nos muestra la dialéctica con la que mitigar la responsabilidad, sus fortalezas y sus grietas. También escuchamos las órdenes de quien manda, sin levantar la voz porque saben que serán obedecidas.

Excelente idea la de esa escenografía cruzada que mantiene una única habitación para ambas escenas y que permite a los personajes quedarse en escena en segundo plano como si todo ocurriese en paralelo. Puede que al principio esta decisión cause extrañeza, pero a la larga dota al espectador de muchos puntos sobre los que poner su mirada, la historia principal que en ese momento tiene el foco o los pequeños movimientos de lo que ocurre en la otra habitación que es la misma. Ambas confluyen y se mezclan en la cabeza de quien observa para componer nuevas estampas sobre una guerra inhumana y sus consecuencias, sobre la deshumanización de las propias personas, sobre el agotamiento de una condición, sobre la pérdida de una dignidad que ensucia mucho más a quien corrompe que al corrompido, donde la muerte es una posibilidad más que ya apenas duele.

Sorprendentes los actores y actrices, especialmente Helena Castañeda que aguanta desnuda dos escenas sexuales difíciles de encarar, representando la segunda una atroz vejación que si bien se oculta tras una cortina de baño antes nos ha anunciado con detalle su otro protagonista. A Chani Martín le toca el peor papel, el más inmoral, el del corruptor, el de quien se maneja en ese mundo horrible sacando el máximo beneficio personal y el actor se desenvuelve con soltura, haciendo molesto para el espectador a este personaje. Igual José Luis Alcobendas y Marina Seresesky que ponen un escena dos seres heridos y atormentados.

La piel en llamas es una obra sobrecogedora, que nos muestra con crudeza quiénes somos y que nos habla de nuestra despiadada maldad. Justo al salir de la sala, de frente, uno se encuentra con la foto de la que habla la obra y se da cuenta de que empieza la realidad y que es necesario elegir entre quedarse en ser un espectador o convertirse en el activista que ayude a cambiarlo todo.

A modo de pequeño anecdotario: El texto de La piel en llamas ganó en 2004 el Premi de Teatre Ciutat d’Alcoi y se estrenó en la Sala Villarroel de Barcelona, obteniendo tras su estreno el Premio Serra d’Or de la Crítica de Barcelona como mejor texto del año. Su traducción al inglés se estrenó en varias ciudades estadounidenses. También ha sido traducida al francés, alemán, polaco y griego.

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