sábado, 20 de octubre de 2012

Violencia que nos afecta a todos y a la vuelta de la esquina

Adolfo Fernádez dirige y protagoniza la obra de Fausto Paravidino Naturaleza muerta en una cuneta


Miércoles 10 de octubre de 2012. Centro Dramático Nacional. Teatro Valle Inclán. Madrid

Cartel de la obra de teatro Naturaleza muerta en una cuneta
Cartel de la obra de teatro Naturaleza muerta en una cuneta
Fausto Paravidino no es un dramaturgo al uso. Es joven y sin prejuicios, así que cuando quiere contarnos algo va y lo hace. La herramienta que elija no es más que una etiqueta que le tiene sin cuidado. Cine, teatro y televisión son tres medios que conoce y en los tres ha trabajado. Ha actuado, escrito guiones y textos teatrales, e incluso dirigido una película (Texas). Es directo, acostumbra a emplear diálogos rápidos y se ha hecho un maestro en construir imágenes cinematográficas con gran impacto visual. Por eso resulta difícil ver en Naturaleza muerta en una cuneta una obra que siga los cánones tradicionales del teatro. La suya es más bien una dramaturgia del mestizaje. Podría ser cine si no estuvieran los actores delante, o literatura si cerráramos los ojos y nos dejásemos llevar escuchando los pensamientos de los personajes que los propios actores verbalizan.

El decorado, con paneles que se mueven o descienden y una pasarela superior, permite crear a través de estos mecanismos los diferentes ambientes de los múltiples escenarios en los que se van desarrollando las historias. El número de lugares por los que transita Naturaleza muerta en una cuneta resulta asombroso para una obra de teatro. Igual de elevado es la cantidad de personajes -se acerca a la veintena- aunque solo sean seis los actores que los representan. En cierto modo es como si el autor se hubiera planteado una historia de cine. La sensación es que un espectador, en cierta forma, encuentra puntos en común sentado en la sala del teatro con lo que sentiría estando frente a una pantalla, pues ese espíritu cinematográfico impregna la representación.

La obra es una carrera contrarreloj. La aparición de un cadáver a la orilla de una carretera pone en marcha el tiempo y a los agentes de la comisaría más pequeña del país. El inspector Salti (Adolfo Fernández) sabe que le quedan dieciséis horas antes de que el crimen transcienda, el tiempo que resta desde el hallazgo hasta que el telenoticias de «prime time» lo emita como una historia que los reporteros convertirán en un asunto morboso con el que subir su audiencia. Cuando entra por medio la opinión pública es imposible solucionar ningún asunto. Salti, por lo curtido de su historia como policía, se muestra indolente, preciso y profesional; es de esos investigadores de método, de los que sigue siempre el mismo cauce que lleva utilizando toda su vida y con el que ha resuelto cada uno de los casos a los que se ha enfrentado, sin fallar uno solo. Algo que a primera vista le da al personaje un toque burlón a la vez que inhumano y distante. Hay algo en él que me repele y sin embargo es el tipo de policía que desearía llevara mi caso si alguna vez lo necesitase. Un hombre que se deja la salud en cada investigación porque su trabajo está por encima de todo lo demás.

Adolfo Fernández y Raúl Prieto en una escena de la obra Naturaleza muerta en una cuneta
Adolfo Fernández y Raúl Prieto en una escena de la obra Naturaleza muerta en una cuneta
En su esencia, Naturaleza muerta en una cuneta es una historia policíaca, con una intriga que desentrañar. Se podría quedar en eso, pero lo interesante es que va más allá, pues tiene una medida intención social, la de mostrarnos un tinglado tras el que se esconde lo peor de nuestra sociedad y lo preocupante es que nadie puede quedarse al margen y a salvo. La obra fractura el mundo en dos planos, por un lado el mundo civilizado y por otro el lumpen. Para que todo vaya bien, para que no nos pase nada a los que estamos de este lado de la raya, para que podamos conciliar con tranquilidad el sueño, ambas partes deberían permanecer separadas. Sin embargo esas dos realidades se tocan, la delictiva, la sucia, la que nos resulta incómoda, se mezcla con la vida impoluta de una clase media que trabaja para sostener todo el sistema que en el fondo no deja de ser un entramado, un muro de contención que hace aguas. Aunque no queramos, en esta sociedad que hemos construido corremos peligro, ese es el mensaje.

Cuatro son los alegatos más impactantes, los que nos despejan la maraña de una Verdad y una Justicia escritas con letras mayúsculas, pero que si las miras con atención descubrirás en ellas sus propias miserias. El primero de estos discursos lo digiere en sus entrañas la madre de la víctima, una mujer que de la noche a la mañana descubre en su hija otra vida diferente a la de esa niña perfecta en todo que sacaba las mejores notas y sobre la que nunca se podía hacer un reproche. Le duele tanto la pérdida como el desconocimiento de esa doble vida. Es la impotencia por sentir que le ha sido imposible salvarla. Es la certeza de descubrir que convivimos con personas que terminan siendo extraños, de las que nada sabemos en realidad más que sus nombres, aunque tengamos vínculos de sangre o lazos matrimoniales con ellos. Es el remordimiento de no haber pensado por un momento hacia dónde caminan nuestros hijos acomodados, a los que nada falta.

El segundo de los alegatos le corresponde al inspector para poner otro dedo en la llaga. Nos habla de la necesidad de ensuciar a las víctimas para que así se pueda mantener que una muerte violenta solo le ocurre a quien es un sujeto de riesgo, al que convive con lo marginal y en cierta forma se lo merece. De esa manera la mayoría seguirá estando al margen, libre de preocupación porque si no hace lo que no debe nada malo le ocurrirá. Y sin embargo lo que se constata es la realidad que nos señala tozuda que tampoco somos inmunes aunque no crucemos la línea hacia el lado oscuro de la sociedad. Cuando encontramos la inocencia de una víctima todo se nos desmorona, se acaba la seguridad y empieza el miedo. Ese es el trabajo del policía: ocultar la otra realidad, la fea, la marginal, la violenta, la que nos asusta, hacer que nunca se junten.

La tercera piedra nos lo lanza una mujer inmigrante. Huyó de un país en guerra y cayó en una red que la única opción que le ofrece para saldar la deuda contraída es la de prostituirse para ellos. Sabe que no tiene ninguna salida hacia adelante, que no habrá magia con la que conseguir su documentación. El último de los discursos de este grupo, el más miserable, le corresponde al novio de la víctima. A él le toca explicar que todo vale para mantener el tren de vida de una juventud acomodada cuando la economía personal anda mal. Para ellos nada es inmoral si paga la siguiente copa o una raya más.

Quería destacar como un elemento importante las buenas interpretaciones del reparto y eso a pesar de lo complicado que debe resultar para un actor tener que meterse en tantos papeles en una misma obra. Especialmente creíbles son los trabajos de quienes interpretan a personajes del mundo más sórdido.

En cuanto a la estructura, cada escena rompe con las otras, abriendo tramas que van a converger. No hay escenas largas, todas son cortas. Unas son alegatos o monólogos, otras diálogos o interrogatorios y el resto pequeños cuadros a través de los que contar la acción. Al final se transmite una sensación de rapidez que le da a la historia gran dinamismo. Dentro de la estructura, de pronto, cuando todo coge ritmo, el inspector nos deja huérfanos saliendo del primer plano hasta que lleguen las conclusiones. Quizá sea el truco para que el espectador valore las diferencias en efectividad a la hora de enfocar una investigación y así pueda hacer una comparación de lo que quiere para sí mismo y de lo que se hace para ganar imagen en una pantalla de televisión.

Si algo hay en Naturaleza muerta en una cuneta que me gusta menos, quizá por mis prejuicios, es el abuso de diálogos interiores y una cierta sensación de que los personajes parecen estar siempre hablando ante una cámara, algo que en el mundo cinematográfico o en el literario puede ser admisible, pero que en teatro termina convirtiéndose en algo antinatural.

A modo de pequeño anecdotario: En 2004, el público italiano eligió Natura morta in un fosso como el mejor texto del año, otorgándole el Premio Gassman.

Su autor es Fausto Paravidino, un joven genovés que en poco tiempo se ha convertido en una de las cabezas de la Nueva Dramaturgia Italiana. Se formó en Italia, aunque también pasó por el National Theatre y el Royal Court de Londres. Sus obras están consiguiendo grandes éxitos por toda Europa.

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