jueves, 11 de abril de 2013

Construyendo el discurso del poder

Feelgood, una sátira política de Alistair Beaton


Jueves 11 de abril de 2013. Teatro Español. Madrid

Cartel de la obra de teatro Feelgood
Cartel de la obra de teatro Feelgood
¿Por qué? Por mostrar el doble lenguaje entre poder para cambiar las cosas o para servirse a sí mismo
Feelgood arranca en las horas previas a la intervención del Presidente del Gobierno ante el Congreso de su partido. Todos esperan ese discurso salvador que les de otro empujón más arriba, que marque la política que los demás van a obedecer. Pero ese discurso se construye por personas contratadas para ello. En el anterior Congreso tuvieron que trabajar hasta el amanecer para terminarlo a tiempo, pero este año las cosas aún parecen más difíciles. La calle está llena de indignados que protestan y de policías que sirven de parapeto que separa la realidad de la construcción política de la propia realidad. A las puertas del Congreso esos ciudadanos ninguneados y descontentos con las decisiones de sus políticos se manifiestan, lo hacen con ingenio y con disturbios cuando ven que de nada sirve la inteligencia ni la paz. Hay también un debate parlamentario sobre medio ambiente que se le va a escapar al gobierno de las manos, una votación controlada que se desboca en el Congreso, un vicepresidente gafado en una situación ridícula y un asunto secreto del Ministro de Agricultura, íntimo amigo desde la infancia del Presidente, que hay que ocultar porque sería un escándalo capaz de desestabilizar al Partido. Elementos todos que hacen aún más necesarias esas palabras de unidad que les va a dirigir su líder. En política el control de lo imprevisto está al orden del día y superar la tensión de los acontecimientos mostrando calma se ha convertido en un gesto aprendido.

Al líder, al Presidente del Gobierno, no le vemos en la representación más que un vídeo al final de la obra. Está a la sombra, pero su presencia es un peso que atenaza a cada uno de sus asesores. Su equipo le llama G.P., unas siglas que no vienen de sus iniciales pero que parecen ser una especie de broma hacia la adoración mesiánica del líder. G.P. no trabaja en su discurso, nada tiene que decirles, no les censura, no marca caminos, ni señala las mínimas directrices, quienes están al otro lado de sus palabras son profesionales, saben de sobra lo que deben contar, conocen la forma para embellecer el discurso con frases hermosas cargadas del significado que conviene y sin duda serán capaces de virar según los acontecimientos como si todo estuviera previsto de antemano. Todo esto son cosas que a ningún español le pillará ya por sorpresa pues tenemos, y hemos tenido, gobiernos que nos han dado ejemplos similares a diario. Nuestros últimos gobernantes y sus gabinetes se han comportado de la misma forma paternalista, negando que hacían lo que hacían, como si los ciudadanos no fuéramos capaces de entender de qué forma son las cosas, y ocultándonos los intereses que hay detrás del tablero. Queda claro desde el primer minuto de la obra la poca importancia que dan los políticos a la ciudadanía. La realidad de la calle sale vencida frente a la construcción del poder, que va llevando a su terreno las circunstancias aunque sean adversas. Angustia ver esa estrategia de ir desgastando con el tiempo lo prometido para que deje de cumplirse sin saber nunca cuando se dio ese giro, en qué momento se quebró toda nuestra esperanza. Sabemos a ciencia cierta que no vamos a ser capaces de volver reconstruirla y miramos hacia otro lugar, como si confiásemos en que alguien viniera a darnos todas las soluciones que requerimos. Vivimos embelesados y crédulos en el siguiente gran discurso con el que podamos comulgar hasta que también se rompa. No queremos verlo, pero todo está corrompido.

No sería malo usar el poder para hacer cosas buenas pensando en el bien del resto de la humanidad, con justicia y distribuyendo la riqueza. Sin embargo lo que parece que los poderosos buscan es el poder en sí mismo y precisamente contra todo lo anterior. Los poderosos solo piensan en el beneficio propio y desmesurado, el estar por encima de las leyes, el desprecio a la democracia y al resto de las personas. Feelgood nos enseña en primer plano la relación del ser humano con el poder, su grado de deterioro, el nepotismo y como la política se ha convertido en una herramienta controlada para ejercer el poder de los que mandan.

Feelgood va de todo esto y de muchas más cosas. Una de ellas es contarnos cómo la esfera política maniata la libertad de expresión, incluso censura la información. Quieren construir la realidad, decidir la parrilla de un informativo y decir lo que va a ser noticia. Y lo malo es que lo hacen a diario porque parte de su crédito les va en ello. Saben que así, haciendo girar las situaciones, encontrarán el punto que les favorece. A veces les basta una llamada, negociar, un comentario, un consejo o una amenaza, pero al final el periodista cede y el político ordena lo que va a ser noticia y elimina aquello que le perjudica. Los sueños de quienes trabajan informando también se descabalgaron en todo este proceso, en esa pelea desigual ante el poder. Si alguien se resiste, al final siempre habrá algo con que comprarlo o una manera de hacerlo callar.

Pero quizá lo que queda más claro en toda la obra es que los que escriben los discursos para el poder están vencidos de antemano, su ilusión se desvaneció con los años cuando aprendieron las reglas de este mundo. Aquellos que prestan sus palabras al poder para adornar las ideas que convienen, en la obra están cercados en un despacho, podrán entrar o salir las veces que quieran, pero su vida, el único sentido que esta tiene, se encuentra puesta en su trabajo. No hay nada más, su realidad es un páramo vacío más allá de esas palabras. Podrán creérselas o no. Feelgood plantea un cierto compromiso, o más bien el deseo de poner en claro la diferencia entre el querer y el deber. Los personajes que trabajan para G.P. tienen claro a quien sirven y para qué les han contratado, sus sueños de cambiar el mundo hace tiempo que se desvanecieron del todo. La autocensura ha vencido sin necesidad de la mínima presión, ni siquiera hace falta sugerir, cada uno sabe cuál es su sitio y dibuja su propia línea roja, mucho más restrictiva que si hubiera sido impuesta.

Hay dos estrategias en la estructura de la obra que en mi opinión son un gran acierto. La primera es que no hay ninguna discusión entre partidos. La trama se desarrolla en el Congreso de un único partido y se supone que todos sus políticos están del mismo lado. Esta situación sirve en dos sentidos: para que no se hable de ideologías políticas que desvíen la atención del binomio política-poder; y segundo para generalizar indicando que no hay diferencias en los métodos, lo que nos permite aplicar lo visto por igual a PP que a PSOE (o el bipartidismo que queramos).

Jorge Bosch y Fran Perea en una escena de Feelgood
Jorge Bosch y Fran Perea en una escena de Feelgood
La segunda estrategia tiene que ver con el mecanismo para introducir el elemento humorístico dentro de la prudencia y gravedad de un ambiente político. El equipo de G.P. (Fran Perea, Javier Márquez y Ainhoa Santamaría) es sobrio, conoce su trabajo y hasta cierto punto cree -más bien creyó- en lo que hace; lo que permite mostrar al espectador la seriedad de quienes diseñan la política. La misma que aparece también dibujada en el personaje de la periodista (Manuela Velasco) que representa el idealismo y en cierta forma la esperanza de la prensa como elemento para controlar al poder cuando éste se desvía. Esa seriedad sobre lo que significa la política y que comparten los dos lados se deteriora, sin embargo, en los propios políticos, algo más estrambóticos si se quiere y ya nada idealistas, como el ministro de Agricultura (Jorge Bosch) a quien no se puede hacer demasiado caso por lo que dice. Para romper ese ambiente tan mecánico y dinamizar la obra, aparece el personaje de Simón Pik (Jorge Usón), un guionista de una serie «graciosilla» de televisión. Con su presencia, y justamente estableciendo ese contraste aparecen los momentos más divertidos de la función, donde el espectador se ríe a carcajadas.

Edu (Fran Perea), el personaje principal está al servicio del poder porque conoce la debilidad humana y ya no le quedan escrúpulos para aprovecharse de ella. Él dirige las tareas más difíciles y comprometidas, las más sucias; presta sus palabras, su ingenio y conoce el camino para resolver los problemas sin importarle su legalidad o no. Está para resolver, para marcar la diferencia, para salir de cualquier entuerto. Me sorprendió su interpretación, pues sin duda Perea ha crecido como actor y aquí hace un gran papel, al igual que la mayoría de sus compañeros de reparto. Ainhoa Santamaría le da dureza a un personaje quebradizo y Jorge Usón sabe romper con el humor de su personaje lo estricto. Sin embargo es Jorge Bosch el que más brilla sujetando a un hombre que a todos nos parecería ridículo.

En Feelgood observamos que la postura dignas no llevan a lograr los objetivos y que es tan triste como injusto tener que venderse por conseguir algo que es nuestro, por recuperar los derechos de todos. La obra nos sirve de estímulo para despertarnos como ciudadanía. Pero no esperemos milagros, el final es desolador. El presidente, G.P. o cualquier otro, nunca será sincero, leerá las palabras de otros, las que convienen, y nos engañará, porque nosotros, los ciudadanos, hace tiempo que dejamos de importarles.

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