lunes, 19 de enero de 2015

Por ser vos quien sois


Ilustración: Juan Ramón Carneros
Ilustración: Juan Ramón Carneros
España es un país atrasado, tan feudalista como inmovilista y en el que por sus huesos circula un tuétano anclado en plena Edad Media. Cuarenta años de dictadura, una transición blanda que no cambió las élites y un bipartidismo adormecedor han sido las herramientas con las que se ha construido este reino inmutable. Desde su sala de máquinas, las mismas personas de entonces y sus descendientes dan órdenes que son caprichos. Nos hemos dejado imponer el pensamiento único y, lo que es peor, siempre pedimos ayuda al lobo del cuento de Caperucita a quien confundimos con la abuelita. Después nos quejamos, nos exaltamos y no hacemos más que desahogarnos. No es que estemos conformes con que todo siga igual, es que hemos venido con las manos atadas.

Nos queda la Justicia. A menudo, como casi todo en esta España azul, la mayoría de las veces va a dos velocidades, hay clases y no es igual para toda la ciudadanía. Sin embargo, el 22 de diciembre de 2014, el juzgado de instrucción número tres de Palma de Mallorca dictó un auto de apertura de juicio oral para que la Audiencia Provincial juzgue a Cristina Federica de Borbón y Grecia como presunta cooperadora en dos delitos fiscales, pudiéndose enfrentar a un máximo de cuatro años de prisión y reclamando a la Infanta el pago de 2,6 millones en responsabilidades civiles. Cuando un juez nos trata de igual manera surgen las divisiones. Los de la marca «buena familia» se quejan y dicen que el juez es injusto porque a la que señala es la hija de un rey, que eso no es igualdad, que hay intereses. Lo más rancio se ofende y grita que todo tiene un límite y que saltárselo es una vergüenza, que nos convierte en un país de pandereta, en un sindiós. «No te quieras comparar a la hija de un rey», insinúan y se quedan tan anchos. Cristina Federica de Borbón y Grecia nos recuerda esa condición de súbditos sin decir palabra, con sus olvidos y «nomeacuerdos», con una indiferencia mamada en la cuna y con esa distancia que hace resonar nuestra condición de plebeyos que nunca pueden exigir cuentas a sus señores. Y la miramos sin percibir el menor rubor por reconocer que pagaba a sus empleados domésticos en negro porque ella hacía como todo el mundo. No le avergüenza confesar que firmaba documentos porque se lo decía su marido, sin hacer preguntas y sin leerlos, como sin querer, como sin saber, con la irresponsabilidad como bandera.

Nos dicen que no hay clases, pero los de rancio abolengo repiten sus mantras: por ser Cristina Federica de Borbón y Grecia no deberá sentarse en un juzgado pues su presencia inmaculada se mancillaría; por ser Infanta de España no deberá tener culpa alguna. Detrás estará toda la estructura del poder para defenderla. Nos dirán que en realidad las ilegalidades fiscales cometidas por ella no son importantes, que el malo era su marido porque se aprovechaba de la posición de su familia política para vivir sin trabajar. Urdangarín fue quien engañó. Lo de ella era solo amor. Cada una de las excepciones que se cometen o cada privilegio que se otorga se hace «por ser vos quien sois».

Esa misma letanía, la de «por ser vos quien sois», que hoy se me ha metido en la cabeza, la recitaba de pequeño a pie juntillas. Lo que tuvo la educación católica y de irrenunciable elección de mi generación es que nos machacaron con las oraciones, el fervor, la sumisión y la resignación. «Por ser vos quien sois» forma parte del acto de contrición y es un texto con el mismo espíritu atrasado en el que también se presentan dos planos desiguales. No quisiera yo meterme en camisa de once varas, ni en teologías, pero releída ahora le encuentro su gracia con respecto al caso. Es más, creo que un par de retoques le puede servir para un discurso de contrición al estilo del de su padre. Cristina no pierdas más el tiempo, baja al portal de tu casa, ponte ante una de las cámaras y repite con cierta cara de arrepentimiento: «por ser YO quien soy, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido. También me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno (aquí haz el favor de no reírte). Animada con tu divina gracia (la de tu padre, claro, que fue el pionero en este tipo de disculpas), propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuera impuesta para el perdón de mis pecados». ¡Ves lo fácil que era!

Revista Gurb

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